Don Antonio nació en la Puertalarená, en
la calle Varflora. Don Antonio no hizo en su vida otra cosa que lo que muchos
sevillanos: hartarse de trabajar; para que luego digan que somos unos flojos
que no la doblamos. Don Antonio, como tantos sevillanos de su generación de
hambre y de corral, dejó la escuela antes de cumplir los diez años y empezó a
trabajar en un oficio que ha desaparecido: botones. Para muestra del esfuerzo
de aquellos hombres, basta el botón de este botones, que como algunos llegó a
director de su empresa. Que en los años sesenta de la España del desarrollo lo
trasladó a Madrid. Allí se integró en aquel grupo que comandaban Manuel
Díez-Crespo y José María del Rey Caballero y que una vez al mes se reunía a
almorzar y a evocar Sevilla a los pies de un cuadro de la Virgen de los Reyes.
Se llamaban a sí mismos Sevillanos en Madrid. Y un sevillano en Sevilla, que
sufría a Sevilla en sus carnes, el profesor Enrique Sánchez Pedrote (traduzco
para los olvidos locales: el padrino de pila y de Academia de Bellas Artes de
Carlos Colón), una vez que comentábamos las reuniones de estos sevillanos en
Madrid, me dijo con toda la guasa de poeta que tenía en su seriedad profesoral
de la Historia:
–Pues estos sevillanos deben de ver la
Giralda divinamente desde la Cibeles, porque mucho acordarse de Sevilla, pero
ninguno se vuelve aquí a tragar quina...
El Don Antonio de nuestra historia, el
sevillano de Madrid, una vez jubilado le hizo caso por fin al difunto Sánchez
Pedrote y se compró un apartamento frente por frente a la iglesia de San
Vicente y pasa ahora sus ocios entre su piso del barrio de Salamanca y este
partidito de aquella plaza donde en los duales barrocos Sevilla le puso de
nombre Las Penas a sus gozos de ruán del Lunes Santo. Aquí pasa el otoño, aquí
las Pascuas, aquí viene como un rito cada Semana Santa. Menos este año. Don
Antonio ha llegado ya. Me llamó la otra mañana:
–Niño, que sepas que ya estoy aquí. Así
que si tienes un rato de lugar, a ver si nos tomamos un café tranquilitos en el
Hotel Inglaterra y charlamos.
– ¿Pero ya has llegado para la Semana
Santa?
– Para la Semana Santa, no: para el
azahar. Tengo todavía cosas que resolver en Madrid antes del Domingo de Ramos,
y me tengo que volver otra vez, así que solamente voy a estar unos días. Es
que, mira, como he visto que la Semana Santa cae tan alta, si vengo en la fecha
de todos los años me voy a perder el azahar. Me ha pasado otras veces con la
Semana Santa alta. Y da un coraje llegar y ver que ya no hay flores en los
naranjos, con estas calores que se vienen de golpe... Total, como no tengo ya
dieciséis años precisamente y no me quedan muchos azahares que digamos, este
año no estoy dispuesto a perderme este espectáculo, que no sabes cómo se echa
de menos cuando no se vive aquí. Y, mira, al azahar de aquí de la plaza parece
que le han dicho que venía a verlo: tiene unas ganas de brotar el pobrecito
para que lo huela mi mujer... ¡Cómo están los naranjos de botones blancos, y si
sabré yo de botones, niño...!
¿Qué tiene este tiempo de la ciudad, que
como brujos de su magia andamos todos adivinando sus signos? Don Antonio toma
como almanaque del gozo su azahar de San Vicente, que le ofrece cada año a su
mujer como un nuevo ramo de novia, y yo le regalo a la mía todos los años la
contemplación de las flores color capote de los árboles del amor de la Plaza de
América. El árbol del amor ya ha florecido, con ese color capote de las ramas
que sólo con tres verónicas y la media nos dejan en suerte la suerte de este
tiempo en que al atardecer ya se oyen vencejos recitando la vieja declinación
de la luz nueva de la tarde.
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