domingo, 17 de agosto de 2014

La terrible lista de los Reyes Godos



Evidentemente, la dictadura de Franco se estaba reblandeciendo a aquellas alturas en que se había constituido la ONU, había sido promulgada la Declaración Universal de los Derechos Humanos y habían llegado los americanos a Torrejón, Zaragoza, Rota y Morón. Razones todas por las cuales nos libramos de tener que aprendernos, uno por uno, todos y por su orden, como hasta hacía apenas unos años, la lista completa de los Reyes Godos, con pedrea, aproximación y centena.

Nos teníamos que aprender de memoria, de carretilla, las obras de misericordia, los frutos del Espíritu Santo, las tres capitales de Aragón, las valencias de flúor, cloro, bromo y yodo, la declinación del singular y del plural de rosa-rosae, la fórmula del ácido sulfúrico, la métrica de la octava real... Pero nos habíamos librado de la terrible lista de los Reyes Godos. Bastaba con aprenderse como un resumen de lo publicado de aquel culebrón de la Historia, como la solapa del libro de la Edad Media.

Era facilísimo aprenderse el pasavolante que nuestros ya abiertos y casi permisivos planes de estudio le pegaban a la lista de los Reyes Godos, aquel regate que parecía de Di Stefano o de Puskas. Por lo facilongo que era, nunca se nos olvidó. Miren lo que decía:

"Los Reyes Godos fueron 33, pero los más famosos fueron 4: Ataúlfo, Recaredo, Wamba y Don Rodrigo"...

¿Y los demás? A los demás, que les vayan dando. Los demás, para el terror de las promociones anteriores de alumnos de Primaria y Secundaria, de monjas y curas y de institutos. Leovigildo no existió para nosotros, y por ello fuimos aproximadamente felices. De Suintila no sabíamos absolutamente nada, a pesar de lo cual podíamos llevar al cine a aquella niña tan guapa de las Esclavas Concepcionistas cuyos amoríos se disputaba media clase.

Los Reyes Godos estaban en las estatuas de la Plaza de Oriente, ay, dolor, pero eran como esculturas innominadas, como monumentos al soldado desconocido de aquel tebeo de moros y cristianos, de malos y buenos, de invasores y resistentes, como "El Guerrero del Antifaz", en que nos habían convertido la enseñanza de la Historia de España. Es más: nunca llegamos a saber exactamente si los puñeteros Reyes Godos eran de los buenos o eran de los malos. Puestos en el tebeo de la Historia, hasta había un oso, como Yogui, un oso que le había dado un abrazo mortal a uno de los Reyes Godos.
Pero como ya nos libramos de aprendernos la lista completa, nunca supimos a quién se pasaportó el oso. ¿Fue a Favila, fue a Witiza, o fue a Manolete en Linares acaso?
Los mayores, los del plan antiguo, presumiendo, nos decían:

-- ¿A qué no te sabes la lista de los Reyes Godos?
-- Sí, Ataúlfo, Recaredo, Wamba y Don Rodrigo...
-- No, la lista completa...
-- La lista completa no va a examen. Si ni siquiera viene en la letra chica...

Nuestras promociones escolares de los 50 demostraron que con sólo cuatro Reyes Godos se podía vivir perfectamente. Que aunque ya nadábamos en una relativa abundancia con la leche de los americanos y el queso de color rosa que repartían en los colegios, se podía aplicar la cartilla de racionamiento con efectos retroactivos a la lista de los Reyes Godos. Y los cuatro famosos que nos quedaban, de la portada del "Hola" de los Reyes Godos, pues eran casi como de la familia. Nos sonaban muchísimo. Ataúlfo nos sonaba por Radio Nacional, por el No-Do y por la Plaza Porticada de los Festivales de Santander: Ataúlfo era Ataúlfo Argenta, naturalmente, el Rey Godo con gomina y cara de tuberculoso que dirigía la Orquesta Nacional de España, entonces todo era Nacional de España, Radio Nacional de España, Telefónica Nacional de España. Recaredo nos sonaba porque tenía una calle, entre Menéndez Pelayo y María Auxiliadora: Recaredo había sido plenamente incorporado a los valores del Régimen, entre la Religión y el pensamiento rancio, por casualidad no lo pusieron entre el Corazón de Jesús y Jaime Balmes. Don Rodrigo era un apeadero de ferrocarril, donde el tren de Cádiz se detenía siempre cuando íbamos a tomar los baños, pasada la Virgen del Carmen. En cuanto a Wamba, era el mejor de todos. A Wamba lo llevábamos en los pies. Wamba eran las zapatillas blancas de tenis del veraneo: Wamba Pirelli.

Evidentemente, la dictadura no era ya lo que fue. Nos habíamos librado de la lista de los Reyes Godos y en vez de unas alpargatas teníamos unas Wamba Pirelli.

domingo, 10 de agosto de 2014

Diálogo con una dama de noche.



Antes de que se vaya tu olor en estas noches he de rendirte homenaje, con un recuerdo del esplendor de los cuerpos en el verano, de la plenitud de la carne y de los sentidos. Eres, recatada dama de la noche, de la misma familia que el jazmín, que el nardo agosteño, que la magnolia que por junio abre su orgullo, altiva y oronda como una marquesona antigua; eres de la misma familia que el azahar de los primeros tambores de la primavera. Tu sangre es la misma savia de olor de las flores de Sevilla. ¿Por qué de las flores, más que el color, más que el tacto, más que la perfección de sus formas, nos gusta el olor? ¿No será que el sevillano tiene el olor de las flores en la memoria? A una noche de velas rizadas y saetas en los balcones de palmas nuevas siempre le ponemos un recuerdo de azahar. A una tarde de la mano que nos cogió una novia primera por las avenidas del Parque siempre le ponemos del alto, orgulloso, altivo olor de las magnolias de junio, cuando veníamos de ver bailar a los seises rigodones de uva y de trigo.

A un anochecer de juventud y gozo siempre le ponemos el olor de los jazmines, qué bien huelen los jazmines en el pregón de la memoria.
Siendo de esa misma familia del olor de la memoria de las cosas, tú eres distinta, vieja dama de la noche sevillana. No tienes, como tus parientes, flores blancas. No tienes flores que cortarse puedan. Tienes esos primores verdecitos de tus plantas, abiertos como paragüitas de dulce en el escaparate de una confitería de la Alcaicería. No tienes flores. No tienes blancor que grite desde la tapia de un convento. Ni siquiera la duda diaria del dondiego, el abrir y cerrar de ojos de esa flor que quizá también la plantara don Miguel Mañara, in ictu oculi. No tienes, vieja dama de la noche sevillana, el carmesí de las buganvillas, sólo el lustre profundo de tus hojas.


Viniste a casa cuando empezaba el verano. Me habló de ti el jardinero de la Caridad: «Llévese usted ésta, que verá cómo trasmina, ahí donde usted la ve, verá cómo trasmina...» Fueron muchas tardes de amor en la terraza, la voz querida que me decía: «Vamos a regar tu jazmín y tu dama de noche»... El jazmín, vieja dama de Sevilla, te aventajaba. El viejo jazmín ilustre, como injertado del olivo de Minerva en un patio de Sevilla, llenaba cada tarde, una tras otra, todo el verano, un plato entero que luego quedaba, expandiendo su olor, en la mesilla de noche, hasta que a la mañana las flores tenían el mismo color amarillento con que salen en las fotografías las chaquetas de hilo de los muchachos que mataron aquel verano en el frente de Madrid.


El jazmín, vieja dama de Sevilla, te aventajaba. Hasta la otra noche. Entré y sentí la constancia de tu presencia. Era un viejo olor querido, un olor de almohada de madre, de cartera de colegio, de lápiz recién afilado, de goma de borrar recuerdos de pilistra y mármol por un patio, vamos, niños, al sagrario... La otra noche, vieja dama de Sevilla, me diste la lección de humildad de tu olor. No tenías flores blancas que gritaran su color desde el frescor de un plato de Pickman. Estabas la última entre todas, junto al jazmín literario y junto a los helechos que traen el frescor de la umbría de la sierra. No estabas oliendo. Estabas dando, vieja dama de noche, una lección de humildad. No habías dejado por embustero a tu maestro del Jardín de la Caridad, el que te enseñó a ser sevillana. Cumplías con el oficio de vivir como hay que hacerlo en Sevilla, como pidiendo perdón por la perfección de tanta belleza en tu olor. No te pavoneabas, como se atreve el jazmín las tardes en que está cargado. Ni emborrachabas, como hacen tus parientes lejanos los naranjos de San Vicente.

Con tu olor, vieja dama de noche, modesto tronco, imposible flor, verde lustroso de tus hojas, me estabas dando la lección de humildad de tu belleza. Por eso, antes que se vaya tu olor en estas noches que cada vez van llegando antes, quiero rendirte homenaje, hablar contigo, dama de la noche del Jardín de la Caridad que desde allí me traes a diario la lección de humildad de Mañara.

Cucaña con paletilla.



La tradición es hermosísima, aunque el barco desde el que se perpetúa es horroroso. Piensen en un grabado antiguo del río, o en un daguerrotipo de los inicios de la fotografía de los que rescató Miguel Ángel Yáñez Polo en su valiosísima fototeca. Piensen en esos bergantines amarrados a un noray de la zapata de la calle Betis que ningún imbécil quería aún alicatar. Piensen en esas goletas que traían los bocoyes de manzanilla desde Sanlúcar. Hasta tenían nombre de taberna o de manzanilla pasada: La Goleta. Piensen en esos barcos de ensueño, con sus blancas velas como toldos de la siesta en un secreto patio de pilistras, mecedoras, pericones y suspiros de solteronas. Bueno, pues el barco de la cucaña de la Velá es todo lo contrario. Horroroso. Lo más feo que se despacha en barco. Amarillo, además, con la mala suerte que da el amarillo. Y con carteles de propaganda del armador, Lipasam. Yo creo que es el barco que tiene Lipasam para limpiar la porquería que tiran al río los guarrísimos sevillanos, que ensuciamos por tierra, mar y aire. Y digo yo que con los barcos tan bonitos que hay en el Náutico, podían pedir prestado alguno hermosote y marinero para la cucaña de la Velá, en vez de hacerla desde lo que parece un tractor anfibio o una cosechadora de guarrerías del río. O poner la cucaña en la nao "Victoria", ¡qué grabado de época! 
En ese barco tan feo, cada tarde, la fiel tradición de la cucaña. Una maravilla. Lloramos por las tradiciones que perdemos, pero no nos alegramos por las que conservamos. Aleluya, que ningún moderno progre vino en su momento diciendo que la cucaña era facha y rancia, porque, si no, prontito íbamos a seguir teniendo todas las tardes de Velá esta fiesta tan de Creta, tan de la cultura mediterránea, tan de la Grecia clásica. Es un prodigio que la cucaña se haya conservado. Como en una muñeca rusa, yo pienso ahora en la cucaña haciendo la cucaña. Las que tienen siempre que avanzar en Sevilla por un palo untado con sebo resbaladizo son las tradiciones no cofradieras. Lo que los ingleses conservan con orgullo nosotros lo solemos quitar de la circulación por antiguo y caduco. Ya digo que me extraña que no haya habido en estos años sociatas municipales ningún concejal progre que se haya querido apuntar el tanto de la erradicación de la cucaña como algo propio de los años del hambre y de la miseria, cuando los chavales tenían capacidad de inventar juegos sin necesidad de la pantalla de la consola, la pantalla del teléfono móvil, la pantalla del ordenador y la pantalla de la televisión. 
Los chavales que pugnan por asir la bandera de la cucaña parecen como antiguos. A mí siempre me recuerdan algún pasaje de Luis Cernuda, rememorando los desnudos cuerpos de los muchachos del río en su Sevilla lejana. Y me evocan otros tiempos de una Velá de avellanas verdes y huesos de pollo tirados por la ventana, con la Murga de Manolín en el Altozano, con Zepelín el de las bicicletas y con Vicente Flores en la comisión organizadora y con el concurso de camareros. Aunque lo más antiguo de la cucaña de este año es el premio que dan por agarrar la bandera del final del palo de los acuáticos costalazos, pellejazos y vejigazos. Dan una paletilla serrana. Como lo de "sevillanas bailando sevillanas" que decía Gerardo Diego de la Feria, de la cucaña habrá que decir: "Gregorio Serrano regalando paletillas serranas". Más resbalones da el hambre. Es un premio completamente Badía: el poder de la calidad en coger la bandera de la cucaña. El premio de la cucaña es un símbolo del ajuste: ¿qué jamón ni jamón? Con una paletilla van que se matan. Por una paletilla todos nos tiramos de cabeza al río si hace falta. Aunque la paletilla sea lo menos marinero que se despacha. Sería más marinero y propio que dieran de premio una mojama de Ayamonte. Es como estamos todos: mojama total.

Gracias, Hemingway.



Sevilla tiene una atracción universal irresistible. El sevillano que fue el mejor director que el Hotel Alfonso XIII ha tenido, Antonio Lopera (el de las tarjetas con «Nada que ver con el del Betis»), me ha legado muchos de sus papeles personales con recuerdos del hotel. Y entre ellos, una lista de huéspedes ilustres del Alfonso XIII que demuestra esa atracción universal de la ciudad. Miren, miren qué personajes estuvieron alojados en el Alfonso XIII: Cole Porter, Cartier, el mariscal Petain, Rothschild, Churchill, Eva Perón, Fleming, Tyrone Power, Hussein de Jordania, Somerset Maughan, el cardenal Spellman, Deborah Kerr, Bette Davis, Esther Williams, Paul Morand, Truman Capote, Ava Gadner, Arthur Rubinstein, Ludmila Tcherina, Merle Oberon, Maureen O´Hara, Orson Welles, Alec Guinness, Ingrid Bergman, Anthony Quinn, Omar Sharif, James Mitchener, Peter O´Toole, Arthur Miller, Cantinflas, Graham Greene, Jean Cocteau, Otto Skorzeny, el Aga Khan, Audrey Hepburn, Mel Ferrer, Melvyn Douglas, Brigitte Bardot, Edward Kennedy, Raniero y Grace de Mónaco, Soraya, Jean Paul Belmondo, Dominique Lapierre, Richard Widmark... Es sólo parte de la interminable lista, con todo Hollywood y media historia del Pulitzer y de la política europea y americana contemporánea. Huéspedes que, por cierto, firmaron en un Libro de Oro que yo he visto con estos ojos y que me aseguran desapareció en un trasiego de cambio de arrendatario del hotel de propiedad (y responsabilidad) municipal.

En esa lista está, por descontado, Ernest Hemingway. Igual que en Pamplona conservan la habitación del hotel donde Hemingway dormía la papa cuando venía a ponerse ciego en los Sanfermines, y los americanos ricos pagan hasta 1.500 euros por pernoctar allí, aquí también tiene que haber en el Alfonso XIII el cuarto donde se hospedó Don Ernesto. En la triste almoneda que se ha hecho del mobiliario histórico, seguro que se vendió en Merkausado la cama donde durmió Hemingway.

De todos esos visitantes históricos de la ciudad, entre Hollywood y el Gotha, Orson Welles ha sido el que ha dejado más leyenda. Estamos hartos de ver fotos de Orson Welles en primera fila de barrera en los toros, «fumando un puro más grande que él»; o en un pesetero por la Feria, filmando con un tomavistas. Pero en cambio no me cuadra Hemingway con Sevilla. ¿Cuándo, por qué, para qué estuvo Hemingway en Sevilla? Le paso las incógnitas a Alfredo Jiménez Núñez, a ver si escribe sobre Hemingway una ficción tan interesante como su reciente novela del comisario Maigret en Sevilla, «Asesinato en primavera».

Intuyo que a Hemingway no le interesó nada Sevilla, a pesar de los cientos de bares y tabernas, con lo moyatoso que era. Y menos mal que Hemingway no fue asiduo de Sevilla, como Orson Welles. Me alegro de eso cada vez que veo los empetados encierros de Pamplona o esa borrachera colectiva vociferante y de tan mal gusto cual los tendidos de sol en los toros. Todo lleno, como me decía El Potra (que en Pamplona era Don Miguel Criado) «de americanos borrachos en calzones cortos», que vienen a Pamplona tras haber leído a Hemingway. A las masificadas fiestas de Sevilla lo único que les faltaba era que Hemingway les hubiera hecho la propaganda ante los americanos, como se la hizo a Pamplona. ¿Se imaginan los americanos de Hemingway hartos de aguardiente en la calle Parras el Viernes por la mañana? ¿Se los imaginan ciegos de rebujito en la Feria, o tirados por los pinos en el camino del Rocío? Gracias, Hemingway, por elegir Pamplona y no Sevilla.

Lágrimas de San Pedro en el mejor cahíz.



Fue el año pasado, tal día como hoy. Tal noche como esta noche. Veníamos Isabel y yo con Ana María Abascal de un acto, me parece recordar que fue en casa de los Salinas, la que está frente a la iglesia de Santa Cruz. Eran pasadas las 11 de la noche. Cuando bajábamos por la calle Mateos Gago, que se escribe Mateos Gago y se pronuncia Mateos Jago, y que a la sazón no estaba tan atiborrada de veladores, que no cabe ni un turista más comiéndose una paella a las 7 de la tarde ni una silla de terraza más, Ana María propuso que nos tomáramos una cerveza y esas tapas con las que el sevillano se cree que ya ha cenado. Íbamos a entrar en un clásico entre los clásicos: en el Bar Giralda, el único lugar del orbe católico donde antes de ir a la Real Academia de Buenas Letras puedes tomar café bajo la cúpula de unos baños árabes.

Íbamos a entrar al Bar Giralda, donde don Santiago Montoto se tomaba su última copita cuando del brazo de Daniel Pineda Novo iba de recogida desde La Punta del Diamante a su casa morada de la Borceguinería, racheando los pies cansados y con las paraítas para respirar y meterse con los canónigos, especialmente con Bandarán, o para despreciar el pasado más reciente:

– ¡Pero si eso es de ayer por la mañana, Burgos!

Y como miré el reloj, y vi, junto a la hora, el día 28 del mes de junio que me señalaba la esfera, en vez de entrar en el Bar Giralda propuse:

– Mira, hoy es día 28, víspera de San Pedro, y precisamente ahora, a las 12 de la noche, los de la Banda del Sol tocan las Lágrimas de San Pedro en las cuatro caras de la Giralda. ¿Por qué no nos sentamos mejor en esos veladores tela elegantes que hay en el restaurante de la esquina de la Plaza Virgen de los Reyes?

Y eso hicimos. Frente a la bullanguez y la paella intempestiva de los veladores de Mateos Gago, a mí siempre me habían inquietado para bien los veladores de esa esquina de la casa de pisos donde viven Pepita Saltillo y Miguel Lasso y Beatriz Valdenebro. Esos refinados veladores, no de bar, sino de restaurante sobrio, con sus manteles blancos e impolutos, tienen algo de romana Piazza Navona. Y que, oh dolor, casi siempre están vacíos, con un camarero al aguardo y ojeo de turistas en las escalerillas de la mismísima esquina que dan acceso al interior del restaurante.

Fue una de esas horas de gozo, secretas, íntimas, que brinda Sevilla de tapadillo a sus amantes y que no olvidas más, como un beso furtivo de mujer. Nos sentamos en uno de esos veladores limpios, elegantes, privilegiados, y adivinábamos por la Puerta de los Palos y por dentro de la Giralda el revuelo impaciente de vísperas por las rampas, los penachos de los cascos, las azules guerreras de los músicos de la Banda del Sol. Presentimos la ilusión, un año más, de quien salvó esta tradición, de Rogelio Gómez, que no se va a su verdiblanca Montaña hasta que han sonado en la Giralda las Lágrimas, de las que tengo dicho que son los clarines de la plaza de los toros a lo divino, que anuncian la salida del verano al albero de las viejas plazoletas de trompo y piola.

Al poco, se fue juntado gente en la plaza. Poca. La justa. Y empezó, oh, la maravilla: el primer toque de las Lágrimas por la cara meridional de la Giralda, con su lenta melodía como de vieja cofradía de barrio, toque de diana que despierta al verano. Esas mesas de la esquina de la calle Mateos Gago, en el mejor cahíz, son una privilegiada primera fila de barrera para ver salir esta noche el toro del verano a la Plaza, a la Plaza de la Virgen de los Reyes, cuando San Pedro llora en clarines por las cuatro caras de la torre más fuerte. Que es el nombre del Señor, que creó este prodigio de ciudad y nos da salud para gozarla.

Este madrugón de Corpus.



Hoy, en esta mañana de campanas y romero que anuncia tardes de seises, los sevillanos nos podemos dividir en dos grandes grupos. A saber, porque como esto es un pueblo, aquí todo se sabe y se acaba sabiendo: los que creen que este año el Corpus cae el Día de San Fernando y los que creen que el Día de San Fernando este año es Corpus, que aunque parezca lo mismo, es una cosa muy distinta. Dios escribe derecho con renglones torcidos en el almanaque y elige el momento en el que sale la primera y oronda luna grande de la primavera para revelarnos misterios insondables del año cristiano: cuándo avanzará la Zancada de Dios desde San Lorenzo; cuándo habrá un terno blanco de primera comunión en el primer paseíllo en la plaza de toros del Arenal; o cuándo irán por la calle Castilla las carretas del Rocío según Triana; o por El Cerro, Sevilla Sur, El Salvador, La Macarena e incluso Tablada en el Rocío según Sevilla. O cuándo bailarán los seises vestidos de colora o.

Hoy es el primer día de los dos grandes madrugones del calendario litúrgico popular sevillano. Los dos grandes madrugones anuales del sevillano tela de clásico son: el del Corpus y el de la Virgen de los Reyes. Dice el refrán que no por mucho madrugar amanece más temprano. Mentira cochina. Negando el refrán, cuando el sevillano madruga en el Corpus o en la Virgen de los Reyes tiene la absoluta certeza de que va a amanecer más temprano en su impaciencia. En la Ronda del Jueves Santo, el asistente le dice al calonge que está en el patíbulo de la Puerta de San Miguel de la Catedral: "La ciudad está sosegada y en calma como corresponde a la festividad del día". El sol, como si fuera el asistente, en la Ronda de estas mañanas sevillanas de Corpus y de Virgen de los Reyes, le dice al calonge que ha dicho la misa de alba ante la Patrona o que está revisando las uvas del Aljarafe y las espigas de la Vega de Carmona en la Custodia: "La ciudad está nerviosa y novelera, como corresponde a la festividad del día". Son dos amaneceres que tienen algo de mañana de Domingo de Ramos, en que la ciudad estrena. Dos mañanas sin más tarde que un cartel de toros en El Arenal.

Como dijo Núñez Herrera de la Semana Santa, hoy parece que nunca ha sido Corpus, de la impaciencia nerviosa, de la novelería de volver a vivir lo que tantas veces vivimos. Como cuando estamos esperando que salga la Virgen de los Reyes por la Puerta de los Palos parece que nunca ha sido 15 de agosto, ni que nunca ha habido en las cuatro esquinas del paso con palio de tumbilla como cuatro explosiones de bombas de racimo de nardos, arma de destrucción masiva de la emoción de las almas al pedir las tres gracias a la Madre del Niño Guasón con zapatitos de plata y corona de ala ancha.

Madrugón y Madrugada. El otro refrán en este caso cierto: al que madruga, Dios le ayuda. Dios le ayuda a Sevilla a seguir siendo Sevilla a pesar de los tiempos que corren porque madruga hoy y madrugará el 15 de agosto. Y porque en una Madurgada en vela tiene la máxima expresión de su propia esencia, las dos caras de Jano de la misma Esperanza en la Macarena y en Triana.
El Día de la Virgen de los Reyes tenía antaño su Madrugada. La víspera montaban en torno a la Catedral, en las Gradas Altas y Bajas, como una velada, con puestos y aguaduchos, donde venía temprano la gente de los pueblos, andando, a cumplir promesas ante la Virgen. Las hodiernas y como desaforadas vísperas de Corpus tienen ya algo de Madrugada de escaparates adornados y balcones colgados por la Carrera de la Custodia. Cuidado, que la víspera puede hacer olvidar a la fiesta, en esta Sevilla que últimamente todo lo saca de quicio, de canon y de medida. Menos la impaciencia nerviosa y novelera de este madrugón de toda la vida, este retorno a la infancia en que parece siempre que es hoy el primer día que nos lo pegamos y que nuestra madre aún nos está riñendo: "Niño, que vamos a llegar tarde al Corpus".

A las jacarandas.



Yendo desde El Caballo del Cid hacia la Feria, bajo el impresionante techopalio que formáis a lo largo de la avenida de María Luisa, me habéis presentado vuestra azulada queja, queridas jacarandas de mayo. Me habéis dicho que hay que ver, que a los vencejos no les pasa lo que a vosotras, que en cuanto hay capirotes no los dejo sin su artículo anual, como un rito, como la primera en La Campana. Y que con unas cosas y otras, que si la Semana Santa de la lluvia sin cofradías, que si la tardía Feria de Abril en mayo, que si la campaña electoral, hasta la fecha no os he pagado en forma de artículo la deuda anual de belleza que la ciudad tiene contraída con vosotras, azules y líricas jacarandas jacarandosas de Sevilla.

Aquí está ese artículo que os debía. Dadme un recibo por el pago en tiempo y forma, estampado con el sello del tampón de vuestro color único, que cada primavera le añade un nuevo tono a la paleta de los azules y morados de las túnicas de los nazarenos. ¿De qué color sois, jacarandas de Sevilla? ¿Sois morado Cigarreras, azul Hiniesta, celeste Montserrat? Sois un milagro cromático. Según avanza la dudosa luz del día, según estéis en El Cristina o en Triana, en Los Remedios o en Nervión, vais cogiendo un tono distinto, tan cambiante como el de la mar con los nublados de la lluvia.

Vuestra floración anuncian los clarines del gozo de los árboles del amor de la Plaza de América; de los naranjos en flor de la plaza de Molviedro; de las buganvillas del apeadero de la Casa de Pilatos. Sois, quizá, a vuestra vez, anuncio de otro secreto de la primavera: esos blancos seises en forma de flores que de aquí a nada apuntarán entre las turgentes hojas del magnolio de la esquina del Alfolí de la Sal.

Sois primavera pura de Sevilla, queridas, cromáticas jacarandas por las que no pasa el tiempo, pero que lo medís y anunciáis. Hasta que no ve vuestro azulenco color no se le pone a la tarde de mayo esta luz que pide a gritos altos cohetes que estallen en el cielo de Triana para anunciar la novena de la Virgen del Rocío, mientras en la plaza de los toros, quizá, con toda la ladrillería de sol vacía, un novillerete sueña la gloria en ese silencio en el que se oye el chasquido de las pipas de la monotonía.
Pedís, queridas jacarandas de las que me siento deudor por tantas bellezas... Pedís, os decía, el horizonte de una Sevilla de procesiones de Su Divina Majestad, donde los sacramentales goterones de cera roja se mezclen sobre los adoquines con los pétalos de rosas que van tirando los monaguillos amigos de los carráncanos, tejedores de la mejor Real Fábrica de Tapices. Pedís una Sevilla de procesiones de gloria; de carretas rocieras por Entrecárceles o la calle Castilla; de campanas de la Giralda que a las cinco en punto de la tarde convocan a los seises para su divino paseíllo, sombrero chambergo en mano, desde la reja del coro de los canónigos al presbiterio donde los pintó Gonzalo Bilbao. Y pedís sobre todo, azules jacarandas, una Sevilla soñada, idealizada por vuestra belleza, salvada de todo mal, de toda confusión, de toda degeneración, por ese color malva, como de largo atardecer del Aljarafe contemplado desde la barandilla del puente de Triana.

Perdonad si este año, hasta ahora, me olvidé de vosotras. Pero estabais tan bellas cuando por la avenida de María Luisa erais el azul techopalio para la alegría antigua de los palillos de unas flamencas camino de la Feria...

El cielo, el adoquín y el albero.



Son las contradicciones barrocas de Sevilla aplicadas a la Feria. Las contradicciones de una ciudad donde los seises son diez. Donde El Mudo de Santa Ana lleva la manguilla en Las Siete Palabras. Donde fue maestro de baile un cojo, Enrique el Cojo. Donde el Pasmo de Triana nació en la calle Feria. Y donde la Madrugada termina a las dos de la tarde del Viernes Santo.

Ojalá cuando usted lea estas líneas haya amanecido despejado el primer día de Feria, y luzca azul Estrella, azul Hiniesta, ese «Cielo andaluz» tan hermoso como el delicado pasodoble de Pascual Marquina de tal título, que la banda de Tejera toca en la plazalostoros sólo para complacencia de mi amigo Ángel Casal. Los sevillanos no le echamos cuenta al azul limpísimo de nuestro «cielo andaluz de incomparable esplendor». En la agradable trastienda de la caseta de Miguel Gallego y Rosa García Alonso me lo hacía ver la pintora Reyes de la Lastra ante su cartel de Feria de este año, allí colgado, con su paleta de azul cielo como fondo de peinetas y antifaces de terciopelo. Me decía Reyes que cuando llega un forastero, dice siempre, entre exclamaciones, deslumbrado:

—¡Qué cielo!
Y el sevillano, harto de verlo, sin darle la menor importancia, le pregunta entre interrogaciones:
—¿Qué cielo?

Pues este azul cielo de Sevilla, hijo, el que vuelve locos a los de fuera y hay que mirar en la plaza de los toros, desde una grada de sombra alta con derecho a Giralda, cuando se está poniendo el sol y la silueta de la Catedral se recorta en un azul que no pintaron pintores, sino la misma mano de Dios hecha Murillo. A los sevillanos, con el cielo, nos pasa como al conserje del Museo del Prado con las Meninas, que como pasa por su vera siete mil millones de veces, no le da la menor importancia. O como al sacristán de la Catedral, que no se queda boquiabierto cada vez que pasa ante los prodigiosos dorados del altar mayor que remata el Cristo del Millón.

Y por las mismas, no le damos importancia a la suprema contradicción barroca de la Feria que citaba antes de que me metiera en los hermosos andurriales de los cielos de Sevilla, perdidos y hallados como el Niño en el templo entre los doctores. En este arranque de Feria con charcos, lodos y barrizales, donde los autos salen de los aparcamientos del Charco de la Pava tuneados de fango, no nos sorprende el absurdo del pisoplaza del Real. La contradicción barroca del albero y el adoquín. El mundo al revés según Sevilla. Por donde pasan y pisan los caballos de los coches y de los jinetes y las ruedas de los carruajes, el suelo es de adoquín. Gerena puro de oliva. Para que los cascos de los caballos se resbalen y las llantas de las ruedas de los coches peguen botes y echen chispas, con lo bien que se asentarían en un suelo de tierra. De albero mismo. Ah, no, entonces se aplicaría la lógica en la mágica Sevilla. El albero que tenía que estar donde los caballos y los carruajes lo ponen donde han de pisar los peatones, para que los betuneros se ganen la vida en la ciudad de los zapatos limpios. Albero no en los arrecifes de las calles, para el paseo de caballistas, lo lógico, sino en las aceras. Que debían de estar enladrilladas o enlosadas. Ah, no, entonces Sevilla no sería Sevilla. El albero está en las aceras, para que en estos días de lluvia se forme un barrizal, y los zapatos y los volantes de los trajes de flamenca se embadurnen de lodo. Y para que el niñato gamberro tire media botella vacía de manzanilla La Gitana en un charco, qué clásico. Mientras, por los adoquines, los caballos pegando resbalones. «Los buenos caballos se ven en los resbalones», se dice en mi Viso del Alcor. Y los buenos sevillanos, en las aceras de albero de la Feria, encharcadas como pistas del París Dakar

Un hallazgo en la luz.



En cuanto abrió el balcón se dio cuenta de que sobraba ya en la salita el olor a alhucema de la copa, que sigue siendo de cisco picón, en aquella casa, como él dice, gracias a Dios no ha entrado el brasero eléctrico, siguen en la grata, calentita duermevela de la siesta de mesacamilla, butacón y badila, con el televisor muy bajito como una nana que los tiempos trajeran a aquella casa de los viejos relojes firmados por Sanchís, y el cuadro de Fernando Tirado, y las pilistras del patio, y el 1887 campeando en el hierro de la cancela, casa de antigua consulta de médico, como para salir de ella vestido de nazareno del Silencio o del Gran Poder, o todo lo más de la Quinta Angustia, casa del barrio de San Vicente con la cochera donde, cuando en la ciudad no había apenas automóviles, entraba todas las tardes el viejo Studebaker del padre que, solo, se sabía el camino de las visitas de la iguala, de la casa de socorro de la calle Alhóndiga y del Hospital Central. Abrió el balcón y pensó lo que nos gusta a los sevillanos ventilar las casas, poner las alfombras sobre los hierros de los balcones, llevar la ropa arriba a la azotea a blanquearla de sol y de lejía; lo que nos gusta a los sevillanos un aire, que hasta le dedicamos una calle en la más alta Roma de la memoria.

Y en cuanto abrió el balcón, la luz le dijo al friolero sevillano que ya sobraba el olor de la alhucema, y hasta el abrigo del perchero. La luz en Sevilla dice muchas cosas, es el mejor almanaque que la ciudad tiene. Y la luz le dijo, de golpe, que la ciudad estaba a punto de pisar los umbrales de sus anuales glorias. Fue entonces que pensó que había llegado la hora de cumplir con el rito de todos los años, rito que repite desde muchacho cuando ve que la ciudad, tan bella, es una mujer que al despertase se ha puesto ante el espejo del río los afeites de esta luz inigualable. El sevillano friolero y clásico se echó a la calle, por primera vez a cuerpo desde Tosantos, y se encaminó hacia la plaza del Museo. Mirando iba por los árboles, como quien un prodigio busca, que en sus hojas veía ya reflejarse con mayor limpieza que hace apenas dos días el sol que por la calle de las Armas llegaba. Y por Bailén siguió, a mirar por los árboles de la calle Canalejas, que ya tenía una luz de torero ante un cochecuadrillas en la puerta del Colón. Nada encontró, como no lo halló luego por San Pablo, cuando, tras entrar un momento en la Magdalena a rezar a la Quinta Angustia de su Virgen (el ola de un avemaría y el adiós de una salve, nada, una visita de cortesía a una vieja conocida), siguió por Méndez Núñez, a la plaza, y anduvo rebuscando primero por la acera del Hotel Inglaterra, donde de niño le traían a ver desfilar a los requetés, y luego por el andén, con la memoria de cuando eran cuatro gatos, él, su novia y cuatro amigos, los que venían a ver a la Virgen del Museo por esta acera sin cables del tranvía.

Desesperanzado estaba en su búsqueda, porque tampoco allí encontró lo que quería, cuando, ya de vuelta al barrio, después de las paraditas habituales de los conocidos de la calle Sierpes, llegó al Duque, y entre tenderetes de vendedores y olor a cueros marroquinos iba perdiendo su esperanza. Entró aún a San Antonio Abad, por el compás de promesas de las velitas rojas del Silencio, y salió por la puerta de General Moscardó. Y tampoco lo halló, por lo que volvió al corazón del barrio. Y a la puerta casi de su casa estaba cuando allí, en la calle Cardenal Cisneros, se produjo el hallazgo de cuanto la luz del balcón abierto le hizo barruntar. En el naranjo, el primer azahar de la ciudad. Ayuda pidió a un zagal que pasaba para que le alcanzara aquella rama con aquellos seis brotes. La cortó y amorosamente la cogió entre sus manos. Llegó a su casa, buscó a su mujer en la cocina y se la dio:
– Mira, Carmen, te traigo como todos los años el primer azahar...

Y como todos los años por este tiempo, por esta luz, novia otra vez de internado y uniforme, Carmen se volvió a emocionar como la vez primera.