Y es lo que dije al principio. Lo de
Barrios metiéndose con él en la jaula de los leones no fue nada. El que le echó
valor fue menda, que me fui con Alfonsito Grosso al Rocío.
Alfonso Grosso se había metido una vez en
la jaula de los leones. Fue en la feria de Sevilla y en el circo del padre de
Angel Cristo. Grosso, en la moda del realismo social y sus libros de viajes,
paseaba a lo largo del camino andaluz su novela y sus narraciones breves, que
ya habían salido reunidas en Seix Barral con el título de "Germinal y
otros cuentos", donde venía aquel "Carboneo" con el que ganó el
premio Sésamo y, con el Sésamo, la admiración y envidia de todos los que por
aquí abajo escribíamos, que veíamos en Alfonso y en su piso de persianas verdes
de la calle Marqués de Paradas algo así como un hermano mayor en saber y
gobierno de la literatura. Alfonso había ido con su bloc de notas río abajo,
aunque tardaría mucho tiempo en publicar "A Poniente del Estrecho". Y
aunque tardaría mucho tiempo en publicar "El circo", se había metido
junto con Manuel Barrios en la jaula de los leones, que hasta vino la
fotografía en la "Hoja del Lunes" y todo.
Bueno, pues yo le eché más valor que
Grosso. Porque si Grosso se había metido con Barrios en la jaula de los leones,
yo me metí con Grosso en el Rocío. Había que echarle valor, conociendo a
Alfonso. Alfonso estaba reinando en la que habría que ser su novela "Con
flores a María" y tomaba notas para una especie de "El capirote"
con sombrero alancha. Como mi madre ponía casa en el Rocío, junto a la
hermandad de Dos Hermanas, lo invité a que viniera. No quiso hacer el viaje con
nosotros, que íbamos en autobús de Los Amarillos, por todo lo alto, puesto que
la casa la alquilaba mi madre a medias con doña Dolores, la dueña de esa
empresa. A mi madre le gustaba llegar al Rocío pronto y venirse de las últimas,
de jueves a martes. Así que el jueves ya estábamos allí, con más luz que nadie.
En la casa teníamos todas las baterías de los coches de Los Amarillos. Por eso
pude contemplar el aterrizaje de Grosso en el Rocío. Llegó el viernes por la tarde,en
un autobús que organizaban en un corral de la calle Lanza, donde era muy
superior a la media la cantidad de maricones de pamela que iban. El bicho más
raro era Alfonso, que iba de escritor itinerante del realismo social, con
atuendo de "Memorias de Africa".
Grosso estuvo todo el Rocío como siempre
anduvo por la vida, por libre. Estaba en casa, pero no estaba. Dormía allí, y
aparecía y desaparecía, siempre con su "chico" por delante:
"Chico, voy a ver si encuentro a unos negros que me han dicho que vienen
con Gibraleón"... "Chico, te dejo porque me parece que en el
cuartelillo de la Guardia Civil saben que estoy en el Rocío y no conviene que
te vean conmigo..." Grosso puro de oliva. Como una regadera a veces,
genial siempre. Vimos juntos la llegada de las hermandades pobres de los
pueblos,con sus blancos cajones del Simpecado, de los que nunca olvidaré la
capacidad de imagen de Grosso: "Chico, son como coches fúnebres de
niños..." Muy rocieros, lo que se dice muy rocieros, no éramos ninguno de
los dos. Estábamos de curiosos impertinentes por los arenales, en el
Eucaliptal, por la calle Moguer, a la puerta de la antigua ermita, que aún no
habían derribado. Grosso se hacía íntimo amigo de los boyeros, de los que
tiraban los cohetes, de los tamborileros. A Grosso le encantaba el personal
subalterno del Rocío, y estaba encantado con Antonio "La Coral", el
planchista trianero del taller de sastre de mi padre, que en aquellos gloriosos
día era capitán general de la casa, organizándolo todo y sacando lo mismo unos
tazas de caldo que los palillos para acompañar a las niñas a bailar las
sevillanas.
En aquel Rocío sin coches y sin luz, sin
teléfono y sin agua, la dueña de la casa que alquilaba mi madre junto a la
hermandad de Dos Hermanas y los dominios de los Muñiz Orellana tenía un
borrico. Caballeros en ese borrico nos fuimos Grosso y servidor hasta el puente
del Ajolí a esperar las carretas de Triana. Debo de tener por alguna carpeta
una fotografía de leiquero de pueblo en la que estamos Grosso y este guardia, caballeros
los dos sobre aquel borrico, con dos grandes sombreros de palmas, como
acemileros de una imposible revolución mexicana, y es cuando hicimos lo que
nadie había hecho: ir en burro al Ajolí. Entre los romeros de Triana llegaba el
muy rociero José Luis de la Rosa, que nos daba Religión en la Universidad y
quien al verme, en aquellos días de final de curso, me dijo con guasa rociera:
"Te iba a poner notable, pero con un sobresaliente vas en burro..."
Pero no llegué a ver la procesión de la
Blanca Paloma con Grosso, precesión que entonces era el lunes por la mañana y
no como ahora, que la Virgen sale en "prime time" de Canal Sur. En
una de aquellas tempestades de vino rociero, Grosso perdió una cámara de fotos
malísima que llevaba, marca Lowel, que le había prestado su sobrina. Salió de
la casa con la máquina y llegó descompuesto sin ella, a buscarla en el cuarto
comunal donde dormíamos y donde nos gastaban las bromas propias de la romería,
que si pintarnos la cara con un corcho quemado y esas cosas. Cuando Grosso no
encentró la máquina que con el vino perdido había sabe Dios por qué autobuses
de maricones de la calle Lanza acampados más para allá del Eucaliptal, cogió la
perra de que yo le había robado aquella "valiosísima" cámara como de
niños. Sin que nadie se lo quitara de la cabeza, desapareció muy enfadado de la
casa y ya nunca supimos cómo echó el resto del Rocío. Luego supe que andaba por
Sevilla contando que yo le había robado la máquina de su borrachera, máquina
que pintaba de Voiglander para arriba. Nos retiramos el saludo y sólo andando
los años, los muchos años, nos volvimos a encontrar y me reconoció que la
borrachera era tan gorda que no sabía donde había dejado la máquina, pero que
algo tenía que decirle a su sobrina. Y es lo que dije al principio. Lo de
Barrios metiéndose con él en la jaula de los leones no fue nada. El que le echó
valor fue menda, que me fui con Alfonsito Grosso al Rocío.