Han pasado las Fiestas de la Cruz del
querido Viso del Alcor de mis raíces, va a llegar el día de San Fernando, y aún
no los he visto este año por el barrio. Qué raro. A la hora de la salida de los
colegios escuchaba un tambor, un solo tambor, muy destemplado. Ese tambor
resonaba por los balcones de geranios y por las tapias tomadas al asalto por
las buganvillas. Conocía su sonido, y salía a verlos. Eran unos chavales de la
calle que sacaban su cruz de mayo. No llegaban nunca a la docena. Los dos
costaleros, el capataz, la niña que da charlita al capataz y un cuerpo de
nazarenos numerosísimo: cuatro parejas de chavales aprendiendo su suprema
lección de sevillanidad.
Si me gustaba esta cruz de mayo era
porque me recordaba la que yo sacaba en la calle Bayona con Pepito Redondo, el
nieto del librero don Pascual Lázaro, heredero de las históricas prensas de
Sobrinos de Izquierdo, el sello editorial que tenía los derechos de autor de
Muñoz y Pabón. Por la cruz de mayo de los chavales del barrio no había pasado el
tiempo. Una mesa de cocina haciendo de paso, un cobertor como faldones... Las
parihuelas buenas para las cruces de mayo son las mesas de la cocina; si lo
sabré yo, que no vean cómo la llevábamos Pepito Redondo y yo de costaleros por
nuestra calle adelante, para pasar el Arquillo de los Resbalones y salir a la
calle Arfe como quien atraviesa el mismísimo Arco de la Macarena... Sobre la
mesa de la cocina los chavales del barrio habían puesto una cruz muy malamente
hecha con dos listones, y los jirones de un paño de limpieza a modo de sudario.
Y el que hacía de Ramitos había puesto las flores, los geranios arrancados de
las macetas del balcón, como quien pincha sobre la morcilla de esparto los
claveles encañaos. Y detrás, el tambor. El solitario y descompasado tambor. El
nuestro era de lata, y lo tocaba un niño que vivía en la calle Cristóbal de
Castillejo, frente a Casa Morales. El nuestro no era ni tambor. Era una lata de
bonito del Consorcio Almadrabero y las baquetas, dos palitos de los zapatos
procedentes de la tienda de mi madre. Este año no he escuchado este tambor de
pellejo destemplado que a mí me recordaba nuestro viejo tambor de hojalata de
la tienda de ultramarinos de Luis Fernández Palacios el de La Andaluza, en la
esquina de Jimios. Este año mi nostalgia se queda ahora entre estas líneas,
cuando evoco una Sevilla verdadera de cruces de mayo de los chiquillos.
"Cruz de mayo que en mi patio levanté", decía la letra que el luego
exiliado Salvador Valverde escribió para el repeluco del pasodoble de Font de
Anta, pura tristeza de Sevilla, amores que se fueron en el tiempo que nadie
pudo detener.
Y aunque no he escuchado ese tambor, ni
he visto a los dos niños costaleros debajo de la mesa de la cocina, llego a la
Avenida y escucho lejanos tambores y cornetas. Viene lo que dicen que es una
cruz de mayo. ¿Una cruz de mayo? Pero si traen hasta cruz de guía, y senatus, y
bacalao, y ¿que es lo que estoy viendo? ¿Ciriales? Sí, ciriales. Y acólitos...
¡con dalmáticas! Y el paso tiene hasta canastilla de madera labrada, pintada
color caoba. Y las velas de los faroles de esquina son de verdad, porque yo
creo que traen hasta un Santizo para encenderlas. Y todo es como remedo cursi y
"sensible" de una cofradía. ¿Niños jugando a las cruces de mayo o
zagalones y mayores jugando a los pasitos a costa de los niños sevillanos de
las cruces de mayo de siempre? Ay, esta Sevilla que todo lo está sacando de
quicio... Hasta la candidez infantil de las cruces de mayo. Me dicen que esta
pomposa cruz de mayo que viene, con lo menos doce chavales costaleros con su
ropa tapándole los ojos, y capataz con terno negro, la patrocina una hermandad
de penitencia, que ha hecho hasta igualá, convocada por Internet. Yo me sigo
quedando con la mesa de la cocina para la cruz de mayo. Este artículo mismo, lo
he escrito sobre la mesa de cocina de mi cruz de mayo. Con la pluma
estilográfica Parker.