Ay, la excelencia, en esta ciudad de las chapuzas y del vámonos que nos vamos y del déjelo usted, que así mismo está bien.
Estos del San Francisco de Paula a los
que quiero dedicar hoy el artículo no son sólo los niños que ahora estudian en
el viejo colegio de la calle Sor Ángela de la Cruz, los que hasta aprenden
chino y siguen siendo los que cuando acaba cada curso vienen en esa tradicional
página del anuncio en ABC, una larga
relación con los nombres de los chavales listísimos que han sacado la máxima
nota en la Selectividad y han ganado media docena de premios extraordinarios de
Bachillerato.
Los niños del San Francisco de Paula a
los que quiero dedicar el artículo son los de ahora y, sobre todo, aquellos de
entonces, los de una Sevilla donde más o menos según el pelaje social y su
capacidad académica se sabía de qué colegio era cada chaval. Una Sevilla donde
podías distinguir a los niños de los Jesuitas de los niños de los Maristas; y a
los niños de los Escolapios de los niños del Claret; y a los niños del
Instituto San Isidoro de los niños de la Escuela Francesa. Y sobre todo podías
distinguir a los niños del San Francisco de Paula. Por algo muy sencillo:
porque académicamente llegaban a la Reválida, al examen de Preu, al COU o a la
Selectividad siete mil millones de veces mejor preparados que los demás.
Son los presentes días de tristeza para
estos viejos niños del San Francisco de Paula. Se les ha muerto el que fue su
director durante más de veinte años e impulsor de la institución, don Luis Rey
Romero. No conocí a don Luis, y bien que lo siento, porque era de los
sevillanos que se merecen un gorigori literario. Que, en parte, son las
presentes líneas. El mejor elogio que en la hora funeral puedo hacer de don
Luis Rey son sus alumnos, el recuerdo que ahora tenemos de aquellos niños
listísimos que traducían latín sin diccionario como nadie y que manejaban la
regla de cálculo mejor que otros las bolas o el trompo. Don Luis formó a sus
alumnos del San Francisco de Paula en el respeto y en el trabajo. En aquel
viejo caserón de la feligresía de San Pedro les mostró la excelencia humana y
académica como meta de la vida.
Ay, la excelencia, en esta ciudad de las chapuzas y del vámonos que nos vamos y del déjelo usted, que así mismo está bien. Por el culto a la excelencia, a través de los que fueron alumnos del San Francisco de Paula, yo he conocido a don Luis Rey y siento haberme perdido a un sevillano ejemplar. Que continuó con la tradición docente de su familia, iniciada en 1886, y que mantuvo el colegio en la misma sede del centro, cuando tantos y tantos centros religiosos pegaban los pelotazos del siglo, vendían la casa del centro y se iban sabe Dios dónde. En honor de don Luis Rey digo ahora que el viejo San Francisco de Paula permanece en pie como un símbolo, y no ha sido derribado como demolido fue el Villasís de los Jesuitas, como el colegio San Fernando de los Maristas, como la vieja casa del duque de Osuna donde los Escolapios tenían el colegio, como Las Irlandesas de la calle Palma, el Santo Ángel de la calle San José o El Valle de la Ronda.
Don Luis Rey mantuvo al San Francisco de
Paula en su sitio exacto del recuerdo, en torno a aquel patio de la fuente
donde aprendieron a ser hombres y se educaron en la excelencia tantas
promociones de sevillanos. En el fin de curso de la vida de don Luis Rey, yo
pongo ahora esa tradicional página de publicidad en ABC que nos anunciaba lo
listos que eran los niños del San Francisco de Paula, y escribo en ella los
nombres de los alumnos que con el ejemplo de sus vidas nos han hablado de la
grandeza de su maestro: José Antonio Infante Florido, Francisco Márquez
Villanueva, José María Luzón, Manuel Losada Villasante, Mariano Peñalver Simó,
Juan Antonio Yáñez Barnuevo, Guillermo Paneque Guerrero, Manuel del Valle
Arévalo, José Antonio Marín Rite, Santiago del Campo, Rogelio Gómez Trifón...