miércoles, 9 de septiembre de 2015

Los del San Francisco de Paula


Ay, la excelencia, en esta ciudad de las chapuzas y del vámonos que nos vamos y del déjelo usted, que así mismo está bien.
Estos del San Francisco de Paula a los que quiero dedicar hoy el artículo no son sólo los niños que ahora estudian en el viejo colegio de la calle Sor Ángela de la Cruz, los que hasta aprenden chino y siguen siendo los que cuando acaba cada curso vienen en esa tradicional página del anuncio en ABC, una larga relación con los nombres de los chavales listísimos que han sacado la máxima nota en la Selectividad y han ganado media docena de premios extraordinarios de Bachillerato.

Los niños del San Francisco de Paula a los que quiero dedicar el artículo son los de ahora y, sobre todo, aquellos de entonces, los de una Sevilla donde más o menos según el pelaje social y su capacidad académica se sabía de qué colegio era cada chaval. Una Sevilla donde podías distinguir a los niños de los Jesuitas de los niños de los Maristas; y a los niños de los Escolapios de los niños del Claret; y a los niños del Instituto San Isidoro de los niños de la Escuela Francesa. Y sobre todo podías distinguir a los niños del San Francisco de Paula. Por algo muy sencillo: porque académicamente llegaban a la Reválida, al examen de Preu, al COU o a la Selectividad siete mil millones de veces mejor preparados que los demás.

Son los presentes días de tristeza para estos viejos niños del San Francisco de Paula. Se les ha muerto el que fue su director durante más de veinte años e impulsor de la institución, don Luis Rey Romero. No conocí a don Luis, y bien que lo siento, porque era de los sevillanos que se merecen un gorigori literario. Que, en parte, son las presentes líneas. El mejor elogio que en la hora funeral puedo hacer de don Luis Rey son sus alumnos, el recuerdo que ahora tenemos de aquellos niños listísimos que traducían latín sin diccionario como nadie y que manejaban la regla de cálculo mejor que otros las bolas o el trompo. Don Luis formó a sus alumnos del San Francisco de Paula en el respeto y en el trabajo. En aquel viejo caserón de la feligresía de San Pedro les mostró la excelencia humana y académica como meta de la vida.

Ay, la excelencia, en esta ciudad de las chapuzas y del vámonos que nos vamos y del déjelo usted, que así mismo está bien. Por el culto a la excelencia, a través de los que fueron alumnos del San Francisco de Paula, yo he conocido a don Luis Rey y siento haberme perdido a un sevillano ejemplar. Que continuó con la tradición docente de su familia, iniciada en 1886, y que mantuvo el colegio en la misma sede del centro, cuando tantos y tantos centros religiosos pegaban los pelotazos del siglo, vendían la casa del centro y se iban sabe Dios dónde. En honor de don Luis Rey digo ahora que el viejo San Francisco de Paula permanece en pie como un símbolo, y no ha sido derribado como demolido fue el Villasís de los Jesuitas, como el colegio San Fernando de los Maristas, como la vieja casa del duque de Osuna donde los Escolapios tenían el colegio, como Las Irlandesas de la calle Palma, el Santo Ángel de la calle San José o El Valle de la Ronda.

Don Luis Rey mantuvo al San Francisco de Paula en su sitio exacto del recuerdo, en torno a aquel patio de la fuente donde aprendieron a ser hombres y se educaron en la excelencia tantas promociones de sevillanos. En el fin de curso de la vida de don Luis Rey, yo pongo ahora esa tradicional página de publicidad en ABC que nos anunciaba lo listos que eran los niños del San Francisco de Paula, y escribo en ella los nombres de los alumnos que con el ejemplo de sus vidas nos han hablado de la grandeza de su maestro: José Antonio Infante Florido, Francisco Márquez Villanueva, José María Luzón, Manuel Losada Villasante, Mariano Peñalver Simó, Juan Antonio Yáñez Barnuevo, Guillermo Paneque Guerrero, Manuel del Valle Arévalo, José Antonio Marín Rite, Santiago del Campo, Rogelio Gómez Trifón...

lunes, 7 de septiembre de 2015

Nocturno del tranvía


En estas noches de calor os echo de menos, viejos tranvías, amarillos tranvías de Sevilla, que fuisteis en una pieza la Marbella y la Matalascañas de nuestra infancia... ¿Cuántas horas de fresco no pasamos paseando de noche en el tranvía, echando fuera la calor de Sevilla en el tranvía? Tranvías nocturnos de una Sevilla con pianillos, con coches de caballos, con chaquetas blancas, con zapatos blancos y marrones, con puestos de higos chumbos, con cines de verano en los barrios.

La casa estaba, desde el atardecer, con los balcones abiertos. Las puertas de los cuartos estaban abiertas con la ciencia infusa y exacta que producía la corriente de aire necesaria en el comedor, la conveniente en el cuarto de la cama de matrimonio... Los esterones de la fachada de más calor, las persianas de los balcones de la más umbría, estaban recogidos. Ya se habían acallado los vencejos, desprendían toda la calor del día las piedras de la Catedral. Enrique Vila ya había dado la crónica de la corrida de San Fermín, quizá con aquella cornada tan grave de Rafael Ortega. Y era que todavía no había llegado el día de la Virgen del Carmen y todavía no nos podíamos ir a Rota a tomar los baños:
 
—¿Por qué no te llevas a los niños a dar una vueltecita en el tranvía para que tomen el fresco?

Y allá que íbamos, apanarrados de la calor, a tomar el fresco en el tranvía. Con mucha suerte conseguíamos que nos dieran una horchata en Fillol o un helado al corte; naturalmente un helado al corte para cada dos de nosotros, que los cortaban en un triángulo que mermaba nuestra avaricia con aquel cuchillo romo, siempre chorreando de levantinos olores de tutifrutis y turrón...

El tranvía paraba en el Coliseo España o paraba en la Lonja, o paraba en Casa Guardiola. Igual que ahora el mundo se te abre en el verano en el folleto de Mundicolor, antes la única aventura para nuestras pobres infancias de trajes vueltos era la variedad de las tablillas de los tranvías que podíamos coger para tomar el fresco. La tablilla blanca, cruzada en aspa, del tranvía de los Hotelitos del Guadalquivir. La tablilla roja con letras blancas del tranvía de la vuelta a la redonda, que entraba por la Correduría y que salía por San Julián, pasando siempre, uy, que parecía que no pasaba, junto a la esquina ladrillada de la iglesia de San Hermenegildo. La tablilla blanca con las letras rojas del otro tranvía de la redonda, el 2, el que daba la vuelta al revés y que paraba delante de la Casa Realito. O la tablilla verde y marrón del tranvía del Cerro. O la tablilla blanca con letras negras del 3, el de Eritaña.

El más fresco era el de los Hotelitos del Guadalquivir. Se cogía en el Banco de España. Pasaba por Hernando Colón, por el Triunfo, el Coliseo... En el Foso empezaba el fresquito, ya empezaban a agitarse las lonas color albero de las cortinillas. Sonaba el tren siempre que se llegaba al paso a nivel del río. Después se metía por detrás del Instituto Murillo, como por una selva. Y aquello era ya el delirio. El tranvía sonaba entonces como un tren, y todos nos hacíamos la ilusión de que ya había llegado el día de la Virgen del Carmen y que ya íbamos para los baños. Seguía hacia el Pabellón Vasco, o hacia Automovilismo, donde nos quedábamos ya dormidos, entre el traqueteo y el fresco de la noche de Sevilla, abierta al río, donde sonaban las lentas, largas, tristes sirenas de los barcos que levaban anclas aprovechando la marea alta y pedían puente en la Corta...

¿Qué hora era cuando despertábamos en el tranvía? Las bombillas de bayoneta nos parecían, con nuestro sueño, más pálidas que nunca. Nos cogían en brazos para bajarnos del tranvía. Como siempre que esperamos un gran gozo, el sueño nos había vencido en el disfrute de la vuelta del tranvía... El tranvía era nuestra cuna de sueños e ilusiones en estas noches de julio en que, como todavía no era la Virgen del Carmen, aún no podíamos ir a tomar los baños...