domingo, 30 de noviembre de 2014

No conocemos Sevilla


Transcripción con luz, taquígrafos y magnetófonos de la memoria de una conversación escuchada en la cola de espera de la botica del barrio. Una madre joven, con buen porte y carrito de niño chico, habla con una vecina de las de monedero en la mano para hacer los mandados:
– Pues como te iba diciendo, es que no conocemos Sevilla, hija, con lo bonita que es Sevilla.
– Como que se va la gente a Venecia o a Praga, que ahora está muy de moda ir a Praga, y se pierde lo mejor: lo que tenemos aquí.
– Y que lo digas. Mira, yo es que había cosas de Sevilla que no conocía, y como hemos tenido aquí de puente a unos primos míos que viven en Alicante, ahora es cuando las he conocido, enseñándoselas a ellos. ¿Te quieres creer que yo nunca había estado en el Alcázar?
– Hija, pues tú ya tienes una edad como para haber estado alguna vez. Mira, yo recuerdo que, de chica, mi padre nos llevaba siempre el día del Corpus, que lo abrían gratis después de la procesión, y aquello es precioso.
– Y tan precioso. ¡Qué salones, qué jardines, qué Patio de la Montería! ¿Y lo bonita que se ve la Giralda desde el Patio de la Montería?
– ¿Y el Patio de Banderas, no es bonito ese Patio de Banderas? ¿No llevaste a tus primos a ver la Giralda desde el Patio de Banderas?
– Sí, y quedaron encantados. Y los llevé luego a ese callejoncito que se mete para dentro para el Callejón del Agua, que hace así como un recodo la mar de oscuro, ¿cómo se llama?
– La Judería, el callejón de la Judería. ¿Te fijaste en la casita que hay al fondo, donde ese recodo, qué bonita es?
– ¡La de tiempo que hacía que yo no pasaba por allí! Menos mal que vinieron mis primos. Y luego, la Plaza del Triunfo. Hay que ver lo que es esa Plaza del Triunfo, que sales del Alcázar y te encuentras allí de golpe las murallas, el monumento de la Plaza del Triunfo, tan bonito, y ese Archivo de Indias con el mérito que tiene, y el monumento de la Purísima, y el Palacio Arzobispal, y la Catedral...
– ¿Y no subiste a tus primos a la Giralda?
– Sí, hija, con el carrito de ésta y con los otros dos niños dando guerra, para subir a la Giralda estaba yo. Ellos sí que subieron, con Manolo, pero yo los esperé abajo, dentro de la Catedral, dando una vuelta y mirándolo todo, y me pude dar cuenta de lo bonita que es la Catedral, que los sevillanos ni la conocemos.
– Pues imagínate cómo es ver las cofradías dentro de la Catedral por Semana Santa. ¡Eso es lo más impresionante del mundo! Yo hace muchos años que ya no voy, pero mi padre, cuando estábamos callejeando en Semana Santa, siempre me metía en la Catedral para ver por allí las cofradías, y de camino para sentarnos un poquito a descansar.
– ¿Y esa Plaza Nueva? A mis primos les impresionó la Plaza Nueva, con los naranjos, y eso que ellos, fíjate tú, viven casi al lado de Valencia como aquel que dice, si habrá allí naranjos...
– ¿Y a la Casa de Pilatos no los llevaste? ¿Y no les enseñaste el puente de Triana y el río desde la calle Betis, con lo agradable que está aquello ahora?
– No, hija, a tantas cosas no nos dio tiempo...
– Pues ya sabes lo que tienes que hacer.
– ¿El qué?
– Pues los domingos, coge a tu marido y a los niños y pasead por Sevilla como si fuerais turistas. Los sevillanos conocemos Londres y conocemos Venecia, pero no conocemos Sevilla y no le damos importancia a lo que tenemos aquí, con lo que tenemos aquí.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Carta a Romero Murube



QUERIDO Joaquín Romero Murube, que estarás en los cielos que perdimos: desde que te fuiste de esta Sevilla que tenías en los labios, no sabes la cantidad de alcaldadas que han hecho los alcaldes, y la cantidad de chuflas con mando en plaza que tenemos que padecer. Pero como todo esto último te lo habrá contado Ramón Carranza al llegar ahí arriba, habré de referirte algo que aquel gran sevillano de perfil braco no te habrá contado, porque lo dicen las fuentes de los patios, y las esquilas de las espadañas de los conventos, y los naranjos del compás de Santa Clara.

Los jardines del Alcázar, de tu Alcázar, Joaquín, están más perdidos que el barco del arroz. Todas aquellas especies que cuidabas con mimo de jardinero mayor del aire de Sevilla están en trance de desaparición: se seca el arrayán, muere el ciprés, se agostan las moreras de la Huerta del Retiro... Tubos de riego por aspersión (de riego por aspersión, fíjate, Joaquín, como si el Alcázar fuera El Torbiscal de don Fernando Cámara) han destruido los canales de las albercas y estanques de los moros. No podan las palmeras de tus qasidas, no se cortan los setos con leyendas del Rey Justiciero y de las bodas del Emperador. Las fuentes están secas y rotas, mutiladas las azulejerías, y te han llenado aquello de especies espurias compradas quién sabe por qué en unos viveros que tú sabes cómo.

Crecen los yerbajos, Joaquín, que aquello parece las cunetas de la carretera de la recta de Los Palacios, que es tu pueblo lejano, y los turistas todo lo invaden, y se han convertido los palacios en salón de cuchipandas municipales, de modo que si tú estuvieras aquí dirías que Rafael Juliá parece el nuevo alcaide de los alcázares.

Iba a pasear con estas calores del membrillo los que fueron tus jardines, Joaquín, pero no quiero ver muerta a una persona amada, como es esta Sevilla tan viva del mirto y del magnolio, del jazmín lunero y del naranjo de don Pedro el Cruel. Iba a echarte esta carta sobre uno de los estanques, seguro que la leías desde los espejos del cielo de Sevilla. Pero voy a dársela para que te la mande a un caballero sevillano, a don Luis Ramos Paúl, que no sé si sabrás que compró lo tuyo de «La Noria» en la marisma de Los Palacios, y no veas, Joaquín, cómo tiene Luis Ramos de bien conservados los jardines que allí trazaste, los cipreses, el estanque, las columnas, los capiteles, las fuentes, el frescor de los esterones y el color de la almagra. Son dos ejemplos, Joaquín, de dos jardines que amaste como mujeres que eran, como señoras importantes que olían tan bien como una dama de noche. El uno, el de «La Noria», jardín cerrado para pocos, es una delicia de Mona cómo un señor particular con su dinero lo tiene conservado; el otro, el Alcázar de Sevilla, paraíso abierto para muchos, lo tiene abandonado el Ayuntamiento.

Y ahora, Joaquín, ocurre para remate de los tomates algo muy sevillano. «De cara al 92», como todo se hace aquí para darnos por saco, van a editar un lujoso libro sobre el Alcázar. Vamos a tener, Joaquín, un magnífico libro de un monumento que casi no existe desde que te fuiste a ese otro barrio de Sevilla. ¿Has visto qué cosa más sevillana? Al Alcázar, que le den por saco: el Alcázar no se puede inaugurar en una campaña electoral. Pero no veas, Joaquín, qué pedazo de libro van a presentar sobre el monumento por el que no dan un duro. Te lo cuento en descargo de conciencia, a alguien se lo tenía que decir. Me han pedido un texto para ese libro. Y he dicho lo que aprendí en tus libros: hijos míos, mejor que editar un libro tan bonito y tan bien costeado, restaurad los jardines del Alcázar, que hace más falta. ¿Pero qué te voy a contar que tú, no sepas, Joaquín? Tú desde ahí arriba sabes mejor que nadie cómo está el patio. El Patio de la Montería, por supuesto.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Camposanto de pueblo

Foto: González Alba
Los crisantemos nuevos, los nichos encalados, el ciprés de silencio y el pájaro que canta, un albero regado de luto y de mantones, los nombres conocidos en lápidas de musgo, apellidos notables de la villa campera en grandes panteones de ladrillo y de mármol, quizás una escultura del ángel de la vida remata el templo griego de la entrada a la muerte: peristilo de novios caídos en la guerra, de muchachas hermosas que murieron del pecho, incógnitos difuntos de los años del hambre, los párvulos que vuelan en nubes a la gloria, ángeles del retablo, camposanto de pueblo.

Descansan muchas cosas en este cementerio. Descansan los recuerdos, descansa casi un siglo que me sé de memoria. En la ciudad me llego a la inmensa metrópolis, los cipreses marcando las grandes avenidas, emes treintas que llenan los coches funerarios, y recorro las calles con sus nombres de santos. Son tan desconocidos como todos los nombres del mármol de estas flores que ha traído noviembre. Quizá los encontraste un día por la calle a éstos que ahora yacen, iguales, ignorados, en la ciudad inmensa del ciprés adosado. Fueron los trajes grises de invierno y de semáforo, peatones oscuros que esperaban luz verde, clientes de la bulla de enero en las rebajas, o las blancas camisas del verano en la playa, sombrillas ya sombrías, bajamar de la vida, con la arena mojada por lágrimas ya secas, desconocidos muertos, ciudad de los difuntos.

Apenas un torero que mató un toro entonces: los gitanos lo llevan en hombros a la gloria, el bronce de un entierro que el tiempo hace más sepia. (Dicen que las columnas de Hércules entonces vistieron lutos negros de cante y de duquelas.) Eso apenas conoces en la inmensa metrópolis, la ciudad de los muertos se ha hecho inhabitable, aproximadamente igual que con los vivos. Del panteón del rico no has visto sus haciendas, ni la angustia del hombre que en esta tumba yace. Aunque saque la muerte mayoría absoluta, en este cementerio no conoces a nadie, la ciudad difumina al hombre hasta difunto.
En cambio vas al pueblo, a rezar por los tuyos, al pájaro que canta, al solano que llega barruntando la lluvia, a la cal que enjalbega los nichos comunales y es vieja conocida cada muerte en su tumba.

Recuerdas aquel año en que esta vieja dama, dueña de medio pueblo, fue campana en la torre doblando todo el día su misa de tres capas, y conoces los nombres de sus fincas, su escudo coronando balcones de herrajes dieciochescos, el salón de damascos y espejos de su casa, el marido lejano que mataron los rojos y el niño que jugaba contigo a la pelota, que todos proclamaban la estampa de su padre, sin que tú por entonces supieras lo que es póstumo. Ahora sí que lo sabes: es póstuma la vida que recuerdan tus muertos, camposanto de pueblo. De este viejo difunto evoco su caballo, sus cuatro mulas tordas enganchadas al carro las tardes que volvía de aventar en la era cosechas de costales con su hierro en la lona. Este párvulo muerto en el año cincuenta, cuando aquella epidemia que diezmó las escuelas, lo recuerdas, tan rubio, con su babi azulina: su mármol es el espejo en que ahora te miras, de milagro no fuiste compañero de banca en la triste primaria de aprender a morirse. Y aquel tan de la tierra, de escopeta y de perro, de tratos en la feria y cantes en un cuarto, de coche hasta Sevilla para ver a un torero, de la silla galápago en su jaca alazana, mil novias imposibles suspirando en la reja y el amor prohibido de la hija de un casero, aquí ahora contemplas: no lleva botas altas, ni lleva ropa inglesa con sombrero de ala ancha, pero su nombre alza su estampa de zahones, con acoso y derribo de hembras olvidadas, quizás enamoradas más allá de la vida.

Y bajo unos latines que hablan de San Pedro, miro ahora este nombre: el señor cura párroco que oficiaba novenas y confesaba escrúpulos, y daba el panegírico de agosto a la Patrona, y enterraba recuerdos rezando un gorigori. El mismo que resuena, ciprés, pájaro, fuente, en este camposanto del pueblo de noviembre en donde conocemos los nombres de la muerte.