lunes, 15 de diciembre de 2014

La noche de los que ya no están



Hay un villancico dialogado, como los clásicos de Lope de Vega, que dice:

—Esta noche nace el Niño.
—Es mentira, que no nace.

¿Pues no que los campanilleros tienen toda la razón? Estoy con los campanilleros. Si el Niño naciera hoy, la Nochebuena no sería tan triste. El Niño nacerá hoy en el resto del orbe católico; pero en Sevilla al menos, nacer, nacer, lo que se dice nacer, el Niño nace y resucita, todo en el mismo día y en una pieza, el Domingo de Ramos. Concretamente, cuando el divino Niño baja montado en una burra por la rampa del Salvador, y la ciudad entera lo recibe llena de gozo, «ataviada como una novia».

Porque, vamos a dejarnos de cuentos y vamos a ver: ¿qué es más triste? ¿Un cante de campanilleros o una de las mal llamadas «marchas fúnebres», de las que ha estudiado por el haz y el envés Francisco Javier Gutiérrez en su libro fundamental sobre esta forma musical? ¡Son mucho más tristes los campanilleros! De llorar: madre en la puerta hay un niño descalzo y medio en cueros; porque en esta tierra ya no hay caridad; a la puerta de un rico avariento llegó Jesucristo y limosna pidió, y el hijolagramputa del rico, en lugar de darle la limosna, los perros que había se los achuchó, ¿será mamón?

Y no sigo, porque los campanilleros suelen ser de paquete de pañuelos de clínex, y el negrito Jackson libra esta noche en su semáforo de la Plaza de Armas. Son tristísimos. Para Hosanna in Excelsis Deo, las llamadas «marchas fúnebres». Ya quisieran los campanilleros proclamar el gozo del Nacimiento con la mitad del cuarto de la décima parte de alegría que «Estrella sublime» o que «Pasa la Macarena».

Para alegría, la mañana del Domingo de Ramos, y no la noche de Nochebuena, tristísima. Los sevillanos, que lo celebramos todo en la calle, cuando llega la Nochebuena conseguimos que sea el único día del año donde a las 9 de la noche no hay un alma por la calle. Sevilla entera está como la calle Francos de noche cualquier día del año. ¿Alegría de la Navidad? Si hasta estas luces de ahorrar electricidad que han puesto hogaño son lo más triste que se despacha, ¡igualito que aquellas bombillas navideñas que recordaban a la Feria!

Y luego, la pena que rima con cena, y hagan ustedes mismos, autoconstruida, la letra de los campanilleros tristes de los que ya no están. Más que alegría por el Nacimiento de Cristo, en la cena familiar de Navidad todos tenemos por dentro la tristeza que nadie se atreve a decir y en la que todos estamos pensando: la pena por los que ya no están y parece que hace nada que estaban aquí con nosotros, con sus nietos, con sus hijos, protestando de esto o bromeando con aquello. Cada cena familiar es hoy un memorial de ausencias. ¿El Día de los Difuntos, dice usted? El Día de los Difuntos también es en Sevilla alegre, con el sol de noviembre en el cementerio, la rotonda de la entrada cuajada de flores, las brochas encalando y dando vida a las tumbas. Nuestro verdadero Día de los Difuntos es la Nochebuena. La cena de Navidad es el Memento de Difuntos en el ritual de las familias sevillanas. Siempre hay alguien a quien se le escapa la verdad, entre tanta fingida y obligatoria alegría:

—¡Con lo que le gustaban a tu padre los alfajores, que les decía mojoncitos de perro!

¿Saben ustedes lo que más le gusta al sevillano de la Nochebuena? Pues, primero, que dura poco y pasa pronto. Y después, que es señal inequívoca de que ya mismo va a empezar en San Lorenzo el quinario a ese Divino Pastorcito que dicen en Almonte que mandaron a estudiar a Sevilla, con tanto provecho que se hizo aquí Gran Poder. O sea, que ya falta menos para el Domingo de Ramos. Que es cuando de verdad nace Dios en Sevilla, vamos a dejarnos de zambombas. 

domingo, 30 de noviembre de 2014

No conocemos Sevilla


Transcripción con luz, taquígrafos y magnetófonos de la memoria de una conversación escuchada en la cola de espera de la botica del barrio. Una madre joven, con buen porte y carrito de niño chico, habla con una vecina de las de monedero en la mano para hacer los mandados:
– Pues como te iba diciendo, es que no conocemos Sevilla, hija, con lo bonita que es Sevilla.
– Como que se va la gente a Venecia o a Praga, que ahora está muy de moda ir a Praga, y se pierde lo mejor: lo que tenemos aquí.
– Y que lo digas. Mira, yo es que había cosas de Sevilla que no conocía, y como hemos tenido aquí de puente a unos primos míos que viven en Alicante, ahora es cuando las he conocido, enseñándoselas a ellos. ¿Te quieres creer que yo nunca había estado en el Alcázar?
– Hija, pues tú ya tienes una edad como para haber estado alguna vez. Mira, yo recuerdo que, de chica, mi padre nos llevaba siempre el día del Corpus, que lo abrían gratis después de la procesión, y aquello es precioso.
– Y tan precioso. ¡Qué salones, qué jardines, qué Patio de la Montería! ¿Y lo bonita que se ve la Giralda desde el Patio de la Montería?
– ¿Y el Patio de Banderas, no es bonito ese Patio de Banderas? ¿No llevaste a tus primos a ver la Giralda desde el Patio de Banderas?
– Sí, y quedaron encantados. Y los llevé luego a ese callejoncito que se mete para dentro para el Callejón del Agua, que hace así como un recodo la mar de oscuro, ¿cómo se llama?
– La Judería, el callejón de la Judería. ¿Te fijaste en la casita que hay al fondo, donde ese recodo, qué bonita es?
– ¡La de tiempo que hacía que yo no pasaba por allí! Menos mal que vinieron mis primos. Y luego, la Plaza del Triunfo. Hay que ver lo que es esa Plaza del Triunfo, que sales del Alcázar y te encuentras allí de golpe las murallas, el monumento de la Plaza del Triunfo, tan bonito, y ese Archivo de Indias con el mérito que tiene, y el monumento de la Purísima, y el Palacio Arzobispal, y la Catedral...
– ¿Y no subiste a tus primos a la Giralda?
– Sí, hija, con el carrito de ésta y con los otros dos niños dando guerra, para subir a la Giralda estaba yo. Ellos sí que subieron, con Manolo, pero yo los esperé abajo, dentro de la Catedral, dando una vuelta y mirándolo todo, y me pude dar cuenta de lo bonita que es la Catedral, que los sevillanos ni la conocemos.
– Pues imagínate cómo es ver las cofradías dentro de la Catedral por Semana Santa. ¡Eso es lo más impresionante del mundo! Yo hace muchos años que ya no voy, pero mi padre, cuando estábamos callejeando en Semana Santa, siempre me metía en la Catedral para ver por allí las cofradías, y de camino para sentarnos un poquito a descansar.
– ¿Y esa Plaza Nueva? A mis primos les impresionó la Plaza Nueva, con los naranjos, y eso que ellos, fíjate tú, viven casi al lado de Valencia como aquel que dice, si habrá allí naranjos...
– ¿Y a la Casa de Pilatos no los llevaste? ¿Y no les enseñaste el puente de Triana y el río desde la calle Betis, con lo agradable que está aquello ahora?
– No, hija, a tantas cosas no nos dio tiempo...
– Pues ya sabes lo que tienes que hacer.
– ¿El qué?
– Pues los domingos, coge a tu marido y a los niños y pasead por Sevilla como si fuerais turistas. Los sevillanos conocemos Londres y conocemos Venecia, pero no conocemos Sevilla y no le damos importancia a lo que tenemos aquí, con lo que tenemos aquí.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Carta a Romero Murube



QUERIDO Joaquín Romero Murube, que estarás en los cielos que perdimos: desde que te fuiste de esta Sevilla que tenías en los labios, no sabes la cantidad de alcaldadas que han hecho los alcaldes, y la cantidad de chuflas con mando en plaza que tenemos que padecer. Pero como todo esto último te lo habrá contado Ramón Carranza al llegar ahí arriba, habré de referirte algo que aquel gran sevillano de perfil braco no te habrá contado, porque lo dicen las fuentes de los patios, y las esquilas de las espadañas de los conventos, y los naranjos del compás de Santa Clara.

Los jardines del Alcázar, de tu Alcázar, Joaquín, están más perdidos que el barco del arroz. Todas aquellas especies que cuidabas con mimo de jardinero mayor del aire de Sevilla están en trance de desaparición: se seca el arrayán, muere el ciprés, se agostan las moreras de la Huerta del Retiro... Tubos de riego por aspersión (de riego por aspersión, fíjate, Joaquín, como si el Alcázar fuera El Torbiscal de don Fernando Cámara) han destruido los canales de las albercas y estanques de los moros. No podan las palmeras de tus qasidas, no se cortan los setos con leyendas del Rey Justiciero y de las bodas del Emperador. Las fuentes están secas y rotas, mutiladas las azulejerías, y te han llenado aquello de especies espurias compradas quién sabe por qué en unos viveros que tú sabes cómo.

Crecen los yerbajos, Joaquín, que aquello parece las cunetas de la carretera de la recta de Los Palacios, que es tu pueblo lejano, y los turistas todo lo invaden, y se han convertido los palacios en salón de cuchipandas municipales, de modo que si tú estuvieras aquí dirías que Rafael Juliá parece el nuevo alcaide de los alcázares.

Iba a pasear con estas calores del membrillo los que fueron tus jardines, Joaquín, pero no quiero ver muerta a una persona amada, como es esta Sevilla tan viva del mirto y del magnolio, del jazmín lunero y del naranjo de don Pedro el Cruel. Iba a echarte esta carta sobre uno de los estanques, seguro que la leías desde los espejos del cielo de Sevilla. Pero voy a dársela para que te la mande a un caballero sevillano, a don Luis Ramos Paúl, que no sé si sabrás que compró lo tuyo de «La Noria» en la marisma de Los Palacios, y no veas, Joaquín, cómo tiene Luis Ramos de bien conservados los jardines que allí trazaste, los cipreses, el estanque, las columnas, los capiteles, las fuentes, el frescor de los esterones y el color de la almagra. Son dos ejemplos, Joaquín, de dos jardines que amaste como mujeres que eran, como señoras importantes que olían tan bien como una dama de noche. El uno, el de «La Noria», jardín cerrado para pocos, es una delicia de Mona cómo un señor particular con su dinero lo tiene conservado; el otro, el Alcázar de Sevilla, paraíso abierto para muchos, lo tiene abandonado el Ayuntamiento.

Y ahora, Joaquín, ocurre para remate de los tomates algo muy sevillano. «De cara al 92», como todo se hace aquí para darnos por saco, van a editar un lujoso libro sobre el Alcázar. Vamos a tener, Joaquín, un magnífico libro de un monumento que casi no existe desde que te fuiste a ese otro barrio de Sevilla. ¿Has visto qué cosa más sevillana? Al Alcázar, que le den por saco: el Alcázar no se puede inaugurar en una campaña electoral. Pero no veas, Joaquín, qué pedazo de libro van a presentar sobre el monumento por el que no dan un duro. Te lo cuento en descargo de conciencia, a alguien se lo tenía que decir. Me han pedido un texto para ese libro. Y he dicho lo que aprendí en tus libros: hijos míos, mejor que editar un libro tan bonito y tan bien costeado, restaurad los jardines del Alcázar, que hace más falta. ¿Pero qué te voy a contar que tú, no sepas, Joaquín? Tú desde ahí arriba sabes mejor que nadie cómo está el patio. El Patio de la Montería, por supuesto.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Camposanto de pueblo

Foto: González Alba
Los crisantemos nuevos, los nichos encalados, el ciprés de silencio y el pájaro que canta, un albero regado de luto y de mantones, los nombres conocidos en lápidas de musgo, apellidos notables de la villa campera en grandes panteones de ladrillo y de mármol, quizás una escultura del ángel de la vida remata el templo griego de la entrada a la muerte: peristilo de novios caídos en la guerra, de muchachas hermosas que murieron del pecho, incógnitos difuntos de los años del hambre, los párvulos que vuelan en nubes a la gloria, ángeles del retablo, camposanto de pueblo.

Descansan muchas cosas en este cementerio. Descansan los recuerdos, descansa casi un siglo que me sé de memoria. En la ciudad me llego a la inmensa metrópolis, los cipreses marcando las grandes avenidas, emes treintas que llenan los coches funerarios, y recorro las calles con sus nombres de santos. Son tan desconocidos como todos los nombres del mármol de estas flores que ha traído noviembre. Quizá los encontraste un día por la calle a éstos que ahora yacen, iguales, ignorados, en la ciudad inmensa del ciprés adosado. Fueron los trajes grises de invierno y de semáforo, peatones oscuros que esperaban luz verde, clientes de la bulla de enero en las rebajas, o las blancas camisas del verano en la playa, sombrillas ya sombrías, bajamar de la vida, con la arena mojada por lágrimas ya secas, desconocidos muertos, ciudad de los difuntos.

Apenas un torero que mató un toro entonces: los gitanos lo llevan en hombros a la gloria, el bronce de un entierro que el tiempo hace más sepia. (Dicen que las columnas de Hércules entonces vistieron lutos negros de cante y de duquelas.) Eso apenas conoces en la inmensa metrópolis, la ciudad de los muertos se ha hecho inhabitable, aproximadamente igual que con los vivos. Del panteón del rico no has visto sus haciendas, ni la angustia del hombre que en esta tumba yace. Aunque saque la muerte mayoría absoluta, en este cementerio no conoces a nadie, la ciudad difumina al hombre hasta difunto.
En cambio vas al pueblo, a rezar por los tuyos, al pájaro que canta, al solano que llega barruntando la lluvia, a la cal que enjalbega los nichos comunales y es vieja conocida cada muerte en su tumba.

Recuerdas aquel año en que esta vieja dama, dueña de medio pueblo, fue campana en la torre doblando todo el día su misa de tres capas, y conoces los nombres de sus fincas, su escudo coronando balcones de herrajes dieciochescos, el salón de damascos y espejos de su casa, el marido lejano que mataron los rojos y el niño que jugaba contigo a la pelota, que todos proclamaban la estampa de su padre, sin que tú por entonces supieras lo que es póstumo. Ahora sí que lo sabes: es póstuma la vida que recuerdan tus muertos, camposanto de pueblo. De este viejo difunto evoco su caballo, sus cuatro mulas tordas enganchadas al carro las tardes que volvía de aventar en la era cosechas de costales con su hierro en la lona. Este párvulo muerto en el año cincuenta, cuando aquella epidemia que diezmó las escuelas, lo recuerdas, tan rubio, con su babi azulina: su mármol es el espejo en que ahora te miras, de milagro no fuiste compañero de banca en la triste primaria de aprender a morirse. Y aquel tan de la tierra, de escopeta y de perro, de tratos en la feria y cantes en un cuarto, de coche hasta Sevilla para ver a un torero, de la silla galápago en su jaca alazana, mil novias imposibles suspirando en la reja y el amor prohibido de la hija de un casero, aquí ahora contemplas: no lleva botas altas, ni lleva ropa inglesa con sombrero de ala ancha, pero su nombre alza su estampa de zahones, con acoso y derribo de hembras olvidadas, quizás enamoradas más allá de la vida.

Y bajo unos latines que hablan de San Pedro, miro ahora este nombre: el señor cura párroco que oficiaba novenas y confesaba escrúpulos, y daba el panegírico de agosto a la Patrona, y enterraba recuerdos rezando un gorigori. El mismo que resuena, ciprés, pájaro, fuente, en este camposanto del pueblo de noviembre en donde conocemos los nombres de la muerte.

martes, 14 de octubre de 2014

Proclamación del otoño



Ha llegado, Luis, desde el frescor de noria de tu finca, de Los Palacios, el canasto que ahora está sobre la mesa, con estos primeros cielos plomizos, color de la panza de una burra que cansinamente hiciera girar los cangilones, como una clepsidra del tiempo en el silencio de la marisma.

Es un humilde canasto de mimbre ribereña, canasto cortijero, de cuando en el campo no había ni plástico ni tractores, y los asientos para el almuerzo eran de corcha, y de nogal el dornillo para el gazpacho, y de un tocón de eucalipto y arpillera el tapón de la alberca, y de barro lebrijano el cántaro, con esa boca que era la miniatura del brocal de un pozo.

Vienen encima, las cuento, Luis, dando frescor y verdor, una, dos, hasta cuatro hojas de higuera, como taparrabos de nuestros primeros padres, que de entrar en el paraíso de Andalucía se trata, y nadie de él nos arroja con una espada de fuego, sino que nos invita a entrar a degustar esta lentitud de los dones de los dioses y del tiempo.

Y debajo de esas hojas de parra, las uvas de Los Palacios, que veo su color violácea y me parece que me has metido todos los colores del anochecer dentro del canasto, con tu orgullo andaluz. Cojo un racimo y casi al codo me llega, y cuando leo las letras, Luis, que me mandas en el breve billete, compruebo que es buena medida un codo para abarcar el gozo de nuestros campos septembrinos; son dos codos de tierra, dos racimos, de orondos que son, de voluminosos como cardenales de la Contrarreforma, los que caben en el breve paraíso del canasto que a mi casa has mandado, Luis, para proclamar el otoño.

Nunca tal había hecho, inaugurar con tanta Andalucía en unas uvas una estación del año. Sabemos, Luis, que en cuanto llegan las primeras torrijas estamos proclamando los gozos de la primavera; que el mosto nos anuncia el invierno; que las peras de San Juan, las blancas magnolias, las azules jacarandas, dan el bando del verano por las calles que han de ser solemnemente recorridas por la lenta procesión de la calor. Nadie, Luis, se goza de esta dorada luz del otoño que recoge el universo de todas y cada una las uvas que me mandas.

Y me dices, ay, que se están perdiendo estas cepas de Los Palacios cuyos diezmos y primicias envías, que has hecho Cilla del Cabildo la humildad de la cocina. Que las tome ímperialmente, a gajos, como un senador de la Bética que estuviera mirando los racimos con los ciegos ojos de una estatua de Itálica. Que las acompañe de un queso bien curado, con sabor a pueblo y a hogaza. Y que en el camino vayan con un oloroso dulce de Jerez.

Así se ha hecho, leyendo tus instrucciones para armar este modelo de otoño de la Bética. Así se ha hecho, Luis, con un queso de ovejas que las altas sierras recorrieron, y con un oloroso dulce criado en las botas de Fuente Rey. Y he de decirte que, remojadas como me has dicho con agua fresca, las uvas y el queso, por no desmentir el dicho, me han sabido a besos de días gloriosos en un poema de Horacio. Tú, jinete de la marisma, sabes que la uva, el aceite y los caballos de la Bética fueron los grandes lujos de los romanos. Lujo antiguo y honesto ha sido, Luis, este gozo de proclamar el otoño con unas uvas sobre las hojas secas de los plátanos de Indias, sobre los últimos jazmines, sobre las mañanas de autobuses escolares. Proclamando el otoño con unas uvas nos hemos afirmado en la fe de la belleza de nuestra tierra.
(Para que luego digan, Luis, que tenemos tan mala uva...)

miércoles, 1 de octubre de 2014

Memoria de la Plaza de España



De la Torre Norte, donde estaba el Gobierno Civil de Utrera Molina dando pisos a los arriados del Tamarguillo, a la Torre Sur, donde estaba la Comandancia de la Guardia Civil entre las barcas tripuladas por José Luis Perales con los remeros de la Universidad Laboral, hoy volverá a sonar en la remozada Plaza de España un viejo himno, que rescató el coro gaditano de Julio Pardo. Sonará el Himno de la Exposición Iberoamericana, que es como la banda sonora de la Plaza de España del cuadro de Santiago Martínez que está en el Salón del Almirante del Alcázar, en el que aparecen los Reyes Don Alfonso XIII y Doña Victoria Eugenia, más toda una galería de retratos de época, durante la inauguración de la que ahora nombramos como La Expo del 29.

Los sevillanos de entonces se sabían de memoria ese himno, con música del maestro Alonso y letra de los hermanos Alvarez Quintero. Era como un rubeniano himno solemne y grandioso, muy de «ínclitas razas ubérrimas», pero en zarzuelesco. Arrancaba con un saludo como operístico: «Salud, pueblos hermanos/del mundo juventud,/ salud, americanos,/salud, salud». Sí, el himno era como un «Bienvenido, Mister Marshall» de entreguerras, como las «Coplillas de las divisas» que escribieron Ochaíta, Valerio y Solano para Lolita Sevilla en la película de Berlanga. Entre el casi ridículo «salud, americanos, salud, salud» y el «americanos, os recibimos con alegría» hay tanto parecido que parecen primos hermanos. El himno sevillano luego se ponía más serio, y decía: «Acudid, hijos de españoles, a fundiros en un crisol». Y luego hablaba de las estrellas, y de los mares...

Aquel himno se lo sabían de memoria muchísimos sevillanos, que lo cantaban cada vez que lo tocaban en un acto de masas en la Exposición. Aquellos sevillanos se sabían cosas dificilísimas y rarísimas, con las que se emocionaban, como la letra enterita del «Miserere» de Eslava o el Himno de la Exposición. Yo tengo ese Himno en la grabación sacada de una placa de pizarra que me regaló Pablo Ferrand. Y recuerdo habérselo escuchado, con lágrimas de emoción por la juventud perdida, a mi padre. El Himno era el recuerdo de lo bien que se lo pasaron en la Exposición los sevillanos de 1929. Tan bien como se lo pasaron en La Cartuja con la Expo los sevillanos de 1992.


Hoy sonará ese Himno en la Plaza de España que lo vio nacer y que hoy renace. Hoy sonará la memoria de la propia Plaza. Que es la memoria de todos los sevillanos. Que levante la mano quien no tenga una foto de niño en la Plaza de España, llevado en el cochecito por su madre. O una foto en la calesita, como la que puso Javier Criado en su libro, la calesita del borriquito moruno que sin cochero daba solo la vuelta a la Plaza, como un reloj que daba las horas de la infancia feliz. Que levante la mano quien no tenga una foto de chaval, gamberreando en las barcas, en la estela de la gran «Enriqueta», la única de motor de la ría, que allí nos parecía por lo menos el «Titanic». ¿Cuántas parejas de novios de los pueblos se hicieron en la Plaza de España la foto del viaje de luna de miel que estaba en una casa que los nietos ya han desmontado en almoneda? ¿Cuántos niños dieron sus primeros pasos sobre aquella ladrillería? La memoria de la Plaza de España es la historia sentimental de los sevillanos. Si José Luis Perales quería ser otra vez remero de la Plaza de España, todos queremos ser otra vez niños, chavales, muchachos, novios, padres, abuelos de la Plaza de España.

lunes, 15 de septiembre de 2014

La Capillita



El muy sevillano Rey Don Alfonso XIII, el que se venía aquí a vivir en el Alcázar por primavera, a pasar la Semana Santa, a presidir el palio de Las Cigarreras y a que incluso lo multara el guarda del Parque por cortar una rosa (igualito que otros, y no quiero señalar) se acordaría mucho de su ciudad amada el 5 de septiembre de 1912. Ese día don José Canalejas (el de la calle del Hotel Colón, no Canalejas de Puerto Real), a la sazón presidente del Consejo de Ministros, le pasó a la firma en Palacio dos Reales Órdenes por las que declaraba Monumento Nacional dos templos sevillanos: Santa Catalina y la Capillita de San José. Ahora, dos lápidas recuerdan la firma regia. En Santa Catalina, un mármol tan abandonado como la iglesia toda pone: "Iglesia de Santa Catalina. Fue declarada Monumento Nacional por Real Orden de 5 de septiembre de 1912". En la Capillita de San José, otro mármol, reluciente y sacado de brillo, que parece recién esculpido, pone: "Capilla de San José. Esta iglesia fue declarada Monumento Nacional por Real Orden de 5 de septiembre de 1912".
Esto es, que las dos iglesias cumplen en estos días centenario de monumentalidad. Cien años justos que las dos son monumento nacional. Cuando tal condición se otorgaba con cuentagotas, y no como ahora, que como al Monumento Nacional lo han convertido en Bien de Interés Cultural, en BIC, que es nombre de bolígrafo, pues reparten esas catalogaciones, eso, como si fueran bolígrafos de propaganda: las espurrean y dan a peluz y a voleo.

Por los duales sevillanos de siempre, las dos iglesias de aquel día de septiembre de 1912 corren suerte bien distinta. La Capillita de San José está perfectamente conservada, mantenida y ¡abierta al culto! por los Padres Capuchinos, y no convertida en un frío museo como El Salvador. Los Capuchinos, sin pasar la gorra entre las administraciones, sin mendigar subvenciones, mantienen que da gloria verla la que por antonomasia llaman los sevillanos "La Capillita". Capillita que se salvó milagrosamente de las llamas en mayo de 1931, en la fatídica "quema de conventos" de pocos días después de proclamada la República. Las hordas le metieron fuego al templo y en el techo aún quedan "huellas de esta barbarie revolucionaria", como recuerda junto al horario de misas un texto que gracias a Dios no han borrado los imbéciles manipuladores de la Memoria Histórica. Si quieren ver el barroco en toda su plenitud, entren en la Capillita de San José.

Y si quieren ver cómo un Monumento Nacional se convierte en una Vergüenza Nacional, Autonómica, Provincial y Local, pasen delante de la cerrada Santa Catalina, donde las autoridades y la Mitra aún se están peloteando la responsabilidad de su conservación, vamos, de las obras imprescindibles y urgentes para que aquello no se venga abajo y se vaya a lo que rima. Ay, si Santa Catalina fuera de los Capuchinos y no de la Mitra... Seguramente estaría tan bien conservada como su hermana de declaración monumental, la Capillita de San José.

Denominación, por cierto, que es lo más sevillano que hay, esto de La Capillita. Cara y cruz de la grandiosidad catedralicia, Sevilla está llena de capillitas. Las capillitas de la ciudad de los capillitas, por aquello de la igualdad de género. La Capillita de San Onofre, ahora farmacia de 24 horas de guardia en la adoración del Santísimo. La Capillita del Carmen en el puente, ante la que se santiguan los trianeros cuando vienen a Sevilla. Y nuestra Capillita de la Pura y Limpia del Postigo, los cien gramos de Catedral mejor despachados del mundo. ¿La Capillita de San José, dice usted? No, eso es cuarto y mitad de Catedral bien despachado. Incluso de Catedral barroca de la Nueva España que hubieran dejado aquí sin embarcar en el galeón de la Carrera de Indias...

domingo, 17 de agosto de 2014

La terrible lista de los Reyes Godos



Evidentemente, la dictadura de Franco se estaba reblandeciendo a aquellas alturas en que se había constituido la ONU, había sido promulgada la Declaración Universal de los Derechos Humanos y habían llegado los americanos a Torrejón, Zaragoza, Rota y Morón. Razones todas por las cuales nos libramos de tener que aprendernos, uno por uno, todos y por su orden, como hasta hacía apenas unos años, la lista completa de los Reyes Godos, con pedrea, aproximación y centena.

Nos teníamos que aprender de memoria, de carretilla, las obras de misericordia, los frutos del Espíritu Santo, las tres capitales de Aragón, las valencias de flúor, cloro, bromo y yodo, la declinación del singular y del plural de rosa-rosae, la fórmula del ácido sulfúrico, la métrica de la octava real... Pero nos habíamos librado de la terrible lista de los Reyes Godos. Bastaba con aprenderse como un resumen de lo publicado de aquel culebrón de la Historia, como la solapa del libro de la Edad Media.

Era facilísimo aprenderse el pasavolante que nuestros ya abiertos y casi permisivos planes de estudio le pegaban a la lista de los Reyes Godos, aquel regate que parecía de Di Stefano o de Puskas. Por lo facilongo que era, nunca se nos olvidó. Miren lo que decía:

"Los Reyes Godos fueron 33, pero los más famosos fueron 4: Ataúlfo, Recaredo, Wamba y Don Rodrigo"...

¿Y los demás? A los demás, que les vayan dando. Los demás, para el terror de las promociones anteriores de alumnos de Primaria y Secundaria, de monjas y curas y de institutos. Leovigildo no existió para nosotros, y por ello fuimos aproximadamente felices. De Suintila no sabíamos absolutamente nada, a pesar de lo cual podíamos llevar al cine a aquella niña tan guapa de las Esclavas Concepcionistas cuyos amoríos se disputaba media clase.

Los Reyes Godos estaban en las estatuas de la Plaza de Oriente, ay, dolor, pero eran como esculturas innominadas, como monumentos al soldado desconocido de aquel tebeo de moros y cristianos, de malos y buenos, de invasores y resistentes, como "El Guerrero del Antifaz", en que nos habían convertido la enseñanza de la Historia de España. Es más: nunca llegamos a saber exactamente si los puñeteros Reyes Godos eran de los buenos o eran de los malos. Puestos en el tebeo de la Historia, hasta había un oso, como Yogui, un oso que le había dado un abrazo mortal a uno de los Reyes Godos.
Pero como ya nos libramos de aprendernos la lista completa, nunca supimos a quién se pasaportó el oso. ¿Fue a Favila, fue a Witiza, o fue a Manolete en Linares acaso?
Los mayores, los del plan antiguo, presumiendo, nos decían:

-- ¿A qué no te sabes la lista de los Reyes Godos?
-- Sí, Ataúlfo, Recaredo, Wamba y Don Rodrigo...
-- No, la lista completa...
-- La lista completa no va a examen. Si ni siquiera viene en la letra chica...

Nuestras promociones escolares de los 50 demostraron que con sólo cuatro Reyes Godos se podía vivir perfectamente. Que aunque ya nadábamos en una relativa abundancia con la leche de los americanos y el queso de color rosa que repartían en los colegios, se podía aplicar la cartilla de racionamiento con efectos retroactivos a la lista de los Reyes Godos. Y los cuatro famosos que nos quedaban, de la portada del "Hola" de los Reyes Godos, pues eran casi como de la familia. Nos sonaban muchísimo. Ataúlfo nos sonaba por Radio Nacional, por el No-Do y por la Plaza Porticada de los Festivales de Santander: Ataúlfo era Ataúlfo Argenta, naturalmente, el Rey Godo con gomina y cara de tuberculoso que dirigía la Orquesta Nacional de España, entonces todo era Nacional de España, Radio Nacional de España, Telefónica Nacional de España. Recaredo nos sonaba porque tenía una calle, entre Menéndez Pelayo y María Auxiliadora: Recaredo había sido plenamente incorporado a los valores del Régimen, entre la Religión y el pensamiento rancio, por casualidad no lo pusieron entre el Corazón de Jesús y Jaime Balmes. Don Rodrigo era un apeadero de ferrocarril, donde el tren de Cádiz se detenía siempre cuando íbamos a tomar los baños, pasada la Virgen del Carmen. En cuanto a Wamba, era el mejor de todos. A Wamba lo llevábamos en los pies. Wamba eran las zapatillas blancas de tenis del veraneo: Wamba Pirelli.

Evidentemente, la dictadura no era ya lo que fue. Nos habíamos librado de la lista de los Reyes Godos y en vez de unas alpargatas teníamos unas Wamba Pirelli.

domingo, 10 de agosto de 2014

Diálogo con una dama de noche.



Antes de que se vaya tu olor en estas noches he de rendirte homenaje, con un recuerdo del esplendor de los cuerpos en el verano, de la plenitud de la carne y de los sentidos. Eres, recatada dama de la noche, de la misma familia que el jazmín, que el nardo agosteño, que la magnolia que por junio abre su orgullo, altiva y oronda como una marquesona antigua; eres de la misma familia que el azahar de los primeros tambores de la primavera. Tu sangre es la misma savia de olor de las flores de Sevilla. ¿Por qué de las flores, más que el color, más que el tacto, más que la perfección de sus formas, nos gusta el olor? ¿No será que el sevillano tiene el olor de las flores en la memoria? A una noche de velas rizadas y saetas en los balcones de palmas nuevas siempre le ponemos un recuerdo de azahar. A una tarde de la mano que nos cogió una novia primera por las avenidas del Parque siempre le ponemos del alto, orgulloso, altivo olor de las magnolias de junio, cuando veníamos de ver bailar a los seises rigodones de uva y de trigo.

A un anochecer de juventud y gozo siempre le ponemos el olor de los jazmines, qué bien huelen los jazmines en el pregón de la memoria.
Siendo de esa misma familia del olor de la memoria de las cosas, tú eres distinta, vieja dama de la noche sevillana. No tienes, como tus parientes, flores blancas. No tienes flores que cortarse puedan. Tienes esos primores verdecitos de tus plantas, abiertos como paragüitas de dulce en el escaparate de una confitería de la Alcaicería. No tienes flores. No tienes blancor que grite desde la tapia de un convento. Ni siquiera la duda diaria del dondiego, el abrir y cerrar de ojos de esa flor que quizá también la plantara don Miguel Mañara, in ictu oculi. No tienes, vieja dama de la noche sevillana, el carmesí de las buganvillas, sólo el lustre profundo de tus hojas.


Viniste a casa cuando empezaba el verano. Me habló de ti el jardinero de la Caridad: «Llévese usted ésta, que verá cómo trasmina, ahí donde usted la ve, verá cómo trasmina...» Fueron muchas tardes de amor en la terraza, la voz querida que me decía: «Vamos a regar tu jazmín y tu dama de noche»... El jazmín, vieja dama de Sevilla, te aventajaba. El viejo jazmín ilustre, como injertado del olivo de Minerva en un patio de Sevilla, llenaba cada tarde, una tras otra, todo el verano, un plato entero que luego quedaba, expandiendo su olor, en la mesilla de noche, hasta que a la mañana las flores tenían el mismo color amarillento con que salen en las fotografías las chaquetas de hilo de los muchachos que mataron aquel verano en el frente de Madrid.


El jazmín, vieja dama de Sevilla, te aventajaba. Hasta la otra noche. Entré y sentí la constancia de tu presencia. Era un viejo olor querido, un olor de almohada de madre, de cartera de colegio, de lápiz recién afilado, de goma de borrar recuerdos de pilistra y mármol por un patio, vamos, niños, al sagrario... La otra noche, vieja dama de Sevilla, me diste la lección de humildad de tu olor. No tenías flores blancas que gritaran su color desde el frescor de un plato de Pickman. Estabas la última entre todas, junto al jazmín literario y junto a los helechos que traen el frescor de la umbría de la sierra. No estabas oliendo. Estabas dando, vieja dama de noche, una lección de humildad. No habías dejado por embustero a tu maestro del Jardín de la Caridad, el que te enseñó a ser sevillana. Cumplías con el oficio de vivir como hay que hacerlo en Sevilla, como pidiendo perdón por la perfección de tanta belleza en tu olor. No te pavoneabas, como se atreve el jazmín las tardes en que está cargado. Ni emborrachabas, como hacen tus parientes lejanos los naranjos de San Vicente.

Con tu olor, vieja dama de noche, modesto tronco, imposible flor, verde lustroso de tus hojas, me estabas dando la lección de humildad de tu belleza. Por eso, antes que se vaya tu olor en estas noches que cada vez van llegando antes, quiero rendirte homenaje, hablar contigo, dama de la noche del Jardín de la Caridad que desde allí me traes a diario la lección de humildad de Mañara.

Cucaña con paletilla.



La tradición es hermosísima, aunque el barco desde el que se perpetúa es horroroso. Piensen en un grabado antiguo del río, o en un daguerrotipo de los inicios de la fotografía de los que rescató Miguel Ángel Yáñez Polo en su valiosísima fototeca. Piensen en esos bergantines amarrados a un noray de la zapata de la calle Betis que ningún imbécil quería aún alicatar. Piensen en esas goletas que traían los bocoyes de manzanilla desde Sanlúcar. Hasta tenían nombre de taberna o de manzanilla pasada: La Goleta. Piensen en esos barcos de ensueño, con sus blancas velas como toldos de la siesta en un secreto patio de pilistras, mecedoras, pericones y suspiros de solteronas. Bueno, pues el barco de la cucaña de la Velá es todo lo contrario. Horroroso. Lo más feo que se despacha en barco. Amarillo, además, con la mala suerte que da el amarillo. Y con carteles de propaganda del armador, Lipasam. Yo creo que es el barco que tiene Lipasam para limpiar la porquería que tiran al río los guarrísimos sevillanos, que ensuciamos por tierra, mar y aire. Y digo yo que con los barcos tan bonitos que hay en el Náutico, podían pedir prestado alguno hermosote y marinero para la cucaña de la Velá, en vez de hacerla desde lo que parece un tractor anfibio o una cosechadora de guarrerías del río. O poner la cucaña en la nao "Victoria", ¡qué grabado de época! 
En ese barco tan feo, cada tarde, la fiel tradición de la cucaña. Una maravilla. Lloramos por las tradiciones que perdemos, pero no nos alegramos por las que conservamos. Aleluya, que ningún moderno progre vino en su momento diciendo que la cucaña era facha y rancia, porque, si no, prontito íbamos a seguir teniendo todas las tardes de Velá esta fiesta tan de Creta, tan de la cultura mediterránea, tan de la Grecia clásica. Es un prodigio que la cucaña se haya conservado. Como en una muñeca rusa, yo pienso ahora en la cucaña haciendo la cucaña. Las que tienen siempre que avanzar en Sevilla por un palo untado con sebo resbaladizo son las tradiciones no cofradieras. Lo que los ingleses conservan con orgullo nosotros lo solemos quitar de la circulación por antiguo y caduco. Ya digo que me extraña que no haya habido en estos años sociatas municipales ningún concejal progre que se haya querido apuntar el tanto de la erradicación de la cucaña como algo propio de los años del hambre y de la miseria, cuando los chavales tenían capacidad de inventar juegos sin necesidad de la pantalla de la consola, la pantalla del teléfono móvil, la pantalla del ordenador y la pantalla de la televisión. 
Los chavales que pugnan por asir la bandera de la cucaña parecen como antiguos. A mí siempre me recuerdan algún pasaje de Luis Cernuda, rememorando los desnudos cuerpos de los muchachos del río en su Sevilla lejana. Y me evocan otros tiempos de una Velá de avellanas verdes y huesos de pollo tirados por la ventana, con la Murga de Manolín en el Altozano, con Zepelín el de las bicicletas y con Vicente Flores en la comisión organizadora y con el concurso de camareros. Aunque lo más antiguo de la cucaña de este año es el premio que dan por agarrar la bandera del final del palo de los acuáticos costalazos, pellejazos y vejigazos. Dan una paletilla serrana. Como lo de "sevillanas bailando sevillanas" que decía Gerardo Diego de la Feria, de la cucaña habrá que decir: "Gregorio Serrano regalando paletillas serranas". Más resbalones da el hambre. Es un premio completamente Badía: el poder de la calidad en coger la bandera de la cucaña. El premio de la cucaña es un símbolo del ajuste: ¿qué jamón ni jamón? Con una paletilla van que se matan. Por una paletilla todos nos tiramos de cabeza al río si hace falta. Aunque la paletilla sea lo menos marinero que se despacha. Sería más marinero y propio que dieran de premio una mojama de Ayamonte. Es como estamos todos: mojama total.

Gracias, Hemingway.



Sevilla tiene una atracción universal irresistible. El sevillano que fue el mejor director que el Hotel Alfonso XIII ha tenido, Antonio Lopera (el de las tarjetas con «Nada que ver con el del Betis»), me ha legado muchos de sus papeles personales con recuerdos del hotel. Y entre ellos, una lista de huéspedes ilustres del Alfonso XIII que demuestra esa atracción universal de la ciudad. Miren, miren qué personajes estuvieron alojados en el Alfonso XIII: Cole Porter, Cartier, el mariscal Petain, Rothschild, Churchill, Eva Perón, Fleming, Tyrone Power, Hussein de Jordania, Somerset Maughan, el cardenal Spellman, Deborah Kerr, Bette Davis, Esther Williams, Paul Morand, Truman Capote, Ava Gadner, Arthur Rubinstein, Ludmila Tcherina, Merle Oberon, Maureen O´Hara, Orson Welles, Alec Guinness, Ingrid Bergman, Anthony Quinn, Omar Sharif, James Mitchener, Peter O´Toole, Arthur Miller, Cantinflas, Graham Greene, Jean Cocteau, Otto Skorzeny, el Aga Khan, Audrey Hepburn, Mel Ferrer, Melvyn Douglas, Brigitte Bardot, Edward Kennedy, Raniero y Grace de Mónaco, Soraya, Jean Paul Belmondo, Dominique Lapierre, Richard Widmark... Es sólo parte de la interminable lista, con todo Hollywood y media historia del Pulitzer y de la política europea y americana contemporánea. Huéspedes que, por cierto, firmaron en un Libro de Oro que yo he visto con estos ojos y que me aseguran desapareció en un trasiego de cambio de arrendatario del hotel de propiedad (y responsabilidad) municipal.

En esa lista está, por descontado, Ernest Hemingway. Igual que en Pamplona conservan la habitación del hotel donde Hemingway dormía la papa cuando venía a ponerse ciego en los Sanfermines, y los americanos ricos pagan hasta 1.500 euros por pernoctar allí, aquí también tiene que haber en el Alfonso XIII el cuarto donde se hospedó Don Ernesto. En la triste almoneda que se ha hecho del mobiliario histórico, seguro que se vendió en Merkausado la cama donde durmió Hemingway.

De todos esos visitantes históricos de la ciudad, entre Hollywood y el Gotha, Orson Welles ha sido el que ha dejado más leyenda. Estamos hartos de ver fotos de Orson Welles en primera fila de barrera en los toros, «fumando un puro más grande que él»; o en un pesetero por la Feria, filmando con un tomavistas. Pero en cambio no me cuadra Hemingway con Sevilla. ¿Cuándo, por qué, para qué estuvo Hemingway en Sevilla? Le paso las incógnitas a Alfredo Jiménez Núñez, a ver si escribe sobre Hemingway una ficción tan interesante como su reciente novela del comisario Maigret en Sevilla, «Asesinato en primavera».

Intuyo que a Hemingway no le interesó nada Sevilla, a pesar de los cientos de bares y tabernas, con lo moyatoso que era. Y menos mal que Hemingway no fue asiduo de Sevilla, como Orson Welles. Me alegro de eso cada vez que veo los empetados encierros de Pamplona o esa borrachera colectiva vociferante y de tan mal gusto cual los tendidos de sol en los toros. Todo lleno, como me decía El Potra (que en Pamplona era Don Miguel Criado) «de americanos borrachos en calzones cortos», que vienen a Pamplona tras haber leído a Hemingway. A las masificadas fiestas de Sevilla lo único que les faltaba era que Hemingway les hubiera hecho la propaganda ante los americanos, como se la hizo a Pamplona. ¿Se imaginan los americanos de Hemingway hartos de aguardiente en la calle Parras el Viernes por la mañana? ¿Se los imaginan ciegos de rebujito en la Feria, o tirados por los pinos en el camino del Rocío? Gracias, Hemingway, por elegir Pamplona y no Sevilla.

Lágrimas de San Pedro en el mejor cahíz.



Fue el año pasado, tal día como hoy. Tal noche como esta noche. Veníamos Isabel y yo con Ana María Abascal de un acto, me parece recordar que fue en casa de los Salinas, la que está frente a la iglesia de Santa Cruz. Eran pasadas las 11 de la noche. Cuando bajábamos por la calle Mateos Gago, que se escribe Mateos Gago y se pronuncia Mateos Jago, y que a la sazón no estaba tan atiborrada de veladores, que no cabe ni un turista más comiéndose una paella a las 7 de la tarde ni una silla de terraza más, Ana María propuso que nos tomáramos una cerveza y esas tapas con las que el sevillano se cree que ya ha cenado. Íbamos a entrar en un clásico entre los clásicos: en el Bar Giralda, el único lugar del orbe católico donde antes de ir a la Real Academia de Buenas Letras puedes tomar café bajo la cúpula de unos baños árabes.

Íbamos a entrar al Bar Giralda, donde don Santiago Montoto se tomaba su última copita cuando del brazo de Daniel Pineda Novo iba de recogida desde La Punta del Diamante a su casa morada de la Borceguinería, racheando los pies cansados y con las paraítas para respirar y meterse con los canónigos, especialmente con Bandarán, o para despreciar el pasado más reciente:

– ¡Pero si eso es de ayer por la mañana, Burgos!

Y como miré el reloj, y vi, junto a la hora, el día 28 del mes de junio que me señalaba la esfera, en vez de entrar en el Bar Giralda propuse:

– Mira, hoy es día 28, víspera de San Pedro, y precisamente ahora, a las 12 de la noche, los de la Banda del Sol tocan las Lágrimas de San Pedro en las cuatro caras de la Giralda. ¿Por qué no nos sentamos mejor en esos veladores tela elegantes que hay en el restaurante de la esquina de la Plaza Virgen de los Reyes?

Y eso hicimos. Frente a la bullanguez y la paella intempestiva de los veladores de Mateos Gago, a mí siempre me habían inquietado para bien los veladores de esa esquina de la casa de pisos donde viven Pepita Saltillo y Miguel Lasso y Beatriz Valdenebro. Esos refinados veladores, no de bar, sino de restaurante sobrio, con sus manteles blancos e impolutos, tienen algo de romana Piazza Navona. Y que, oh dolor, casi siempre están vacíos, con un camarero al aguardo y ojeo de turistas en las escalerillas de la mismísima esquina que dan acceso al interior del restaurante.

Fue una de esas horas de gozo, secretas, íntimas, que brinda Sevilla de tapadillo a sus amantes y que no olvidas más, como un beso furtivo de mujer. Nos sentamos en uno de esos veladores limpios, elegantes, privilegiados, y adivinábamos por la Puerta de los Palos y por dentro de la Giralda el revuelo impaciente de vísperas por las rampas, los penachos de los cascos, las azules guerreras de los músicos de la Banda del Sol. Presentimos la ilusión, un año más, de quien salvó esta tradición, de Rogelio Gómez, que no se va a su verdiblanca Montaña hasta que han sonado en la Giralda las Lágrimas, de las que tengo dicho que son los clarines de la plaza de los toros a lo divino, que anuncian la salida del verano al albero de las viejas plazoletas de trompo y piola.

Al poco, se fue juntado gente en la plaza. Poca. La justa. Y empezó, oh, la maravilla: el primer toque de las Lágrimas por la cara meridional de la Giralda, con su lenta melodía como de vieja cofradía de barrio, toque de diana que despierta al verano. Esas mesas de la esquina de la calle Mateos Gago, en el mejor cahíz, son una privilegiada primera fila de barrera para ver salir esta noche el toro del verano a la Plaza, a la Plaza de la Virgen de los Reyes, cuando San Pedro llora en clarines por las cuatro caras de la torre más fuerte. Que es el nombre del Señor, que creó este prodigio de ciudad y nos da salud para gozarla.

Este madrugón de Corpus.



Hoy, en esta mañana de campanas y romero que anuncia tardes de seises, los sevillanos nos podemos dividir en dos grandes grupos. A saber, porque como esto es un pueblo, aquí todo se sabe y se acaba sabiendo: los que creen que este año el Corpus cae el Día de San Fernando y los que creen que el Día de San Fernando este año es Corpus, que aunque parezca lo mismo, es una cosa muy distinta. Dios escribe derecho con renglones torcidos en el almanaque y elige el momento en el que sale la primera y oronda luna grande de la primavera para revelarnos misterios insondables del año cristiano: cuándo avanzará la Zancada de Dios desde San Lorenzo; cuándo habrá un terno blanco de primera comunión en el primer paseíllo en la plaza de toros del Arenal; o cuándo irán por la calle Castilla las carretas del Rocío según Triana; o por El Cerro, Sevilla Sur, El Salvador, La Macarena e incluso Tablada en el Rocío según Sevilla. O cuándo bailarán los seises vestidos de colora o.

Hoy es el primer día de los dos grandes madrugones del calendario litúrgico popular sevillano. Los dos grandes madrugones anuales del sevillano tela de clásico son: el del Corpus y el de la Virgen de los Reyes. Dice el refrán que no por mucho madrugar amanece más temprano. Mentira cochina. Negando el refrán, cuando el sevillano madruga en el Corpus o en la Virgen de los Reyes tiene la absoluta certeza de que va a amanecer más temprano en su impaciencia. En la Ronda del Jueves Santo, el asistente le dice al calonge que está en el patíbulo de la Puerta de San Miguel de la Catedral: "La ciudad está sosegada y en calma como corresponde a la festividad del día". El sol, como si fuera el asistente, en la Ronda de estas mañanas sevillanas de Corpus y de Virgen de los Reyes, le dice al calonge que ha dicho la misa de alba ante la Patrona o que está revisando las uvas del Aljarafe y las espigas de la Vega de Carmona en la Custodia: "La ciudad está nerviosa y novelera, como corresponde a la festividad del día". Son dos amaneceres que tienen algo de mañana de Domingo de Ramos, en que la ciudad estrena. Dos mañanas sin más tarde que un cartel de toros en El Arenal.

Como dijo Núñez Herrera de la Semana Santa, hoy parece que nunca ha sido Corpus, de la impaciencia nerviosa, de la novelería de volver a vivir lo que tantas veces vivimos. Como cuando estamos esperando que salga la Virgen de los Reyes por la Puerta de los Palos parece que nunca ha sido 15 de agosto, ni que nunca ha habido en las cuatro esquinas del paso con palio de tumbilla como cuatro explosiones de bombas de racimo de nardos, arma de destrucción masiva de la emoción de las almas al pedir las tres gracias a la Madre del Niño Guasón con zapatitos de plata y corona de ala ancha.

Madrugón y Madrugada. El otro refrán en este caso cierto: al que madruga, Dios le ayuda. Dios le ayuda a Sevilla a seguir siendo Sevilla a pesar de los tiempos que corren porque madruga hoy y madrugará el 15 de agosto. Y porque en una Madurgada en vela tiene la máxima expresión de su propia esencia, las dos caras de Jano de la misma Esperanza en la Macarena y en Triana.
El Día de la Virgen de los Reyes tenía antaño su Madrugada. La víspera montaban en torno a la Catedral, en las Gradas Altas y Bajas, como una velada, con puestos y aguaduchos, donde venía temprano la gente de los pueblos, andando, a cumplir promesas ante la Virgen. Las hodiernas y como desaforadas vísperas de Corpus tienen ya algo de Madrugada de escaparates adornados y balcones colgados por la Carrera de la Custodia. Cuidado, que la víspera puede hacer olvidar a la fiesta, en esta Sevilla que últimamente todo lo saca de quicio, de canon y de medida. Menos la impaciencia nerviosa y novelera de este madrugón de toda la vida, este retorno a la infancia en que parece siempre que es hoy el primer día que nos lo pegamos y que nuestra madre aún nos está riñendo: "Niño, que vamos a llegar tarde al Corpus".

A las jacarandas.



Yendo desde El Caballo del Cid hacia la Feria, bajo el impresionante techopalio que formáis a lo largo de la avenida de María Luisa, me habéis presentado vuestra azulada queja, queridas jacarandas de mayo. Me habéis dicho que hay que ver, que a los vencejos no les pasa lo que a vosotras, que en cuanto hay capirotes no los dejo sin su artículo anual, como un rito, como la primera en La Campana. Y que con unas cosas y otras, que si la Semana Santa de la lluvia sin cofradías, que si la tardía Feria de Abril en mayo, que si la campaña electoral, hasta la fecha no os he pagado en forma de artículo la deuda anual de belleza que la ciudad tiene contraída con vosotras, azules y líricas jacarandas jacarandosas de Sevilla.

Aquí está ese artículo que os debía. Dadme un recibo por el pago en tiempo y forma, estampado con el sello del tampón de vuestro color único, que cada primavera le añade un nuevo tono a la paleta de los azules y morados de las túnicas de los nazarenos. ¿De qué color sois, jacarandas de Sevilla? ¿Sois morado Cigarreras, azul Hiniesta, celeste Montserrat? Sois un milagro cromático. Según avanza la dudosa luz del día, según estéis en El Cristina o en Triana, en Los Remedios o en Nervión, vais cogiendo un tono distinto, tan cambiante como el de la mar con los nublados de la lluvia.

Vuestra floración anuncian los clarines del gozo de los árboles del amor de la Plaza de América; de los naranjos en flor de la plaza de Molviedro; de las buganvillas del apeadero de la Casa de Pilatos. Sois, quizá, a vuestra vez, anuncio de otro secreto de la primavera: esos blancos seises en forma de flores que de aquí a nada apuntarán entre las turgentes hojas del magnolio de la esquina del Alfolí de la Sal.

Sois primavera pura de Sevilla, queridas, cromáticas jacarandas por las que no pasa el tiempo, pero que lo medís y anunciáis. Hasta que no ve vuestro azulenco color no se le pone a la tarde de mayo esta luz que pide a gritos altos cohetes que estallen en el cielo de Triana para anunciar la novena de la Virgen del Rocío, mientras en la plaza de los toros, quizá, con toda la ladrillería de sol vacía, un novillerete sueña la gloria en ese silencio en el que se oye el chasquido de las pipas de la monotonía.
Pedís, queridas jacarandas de las que me siento deudor por tantas bellezas... Pedís, os decía, el horizonte de una Sevilla de procesiones de Su Divina Majestad, donde los sacramentales goterones de cera roja se mezclen sobre los adoquines con los pétalos de rosas que van tirando los monaguillos amigos de los carráncanos, tejedores de la mejor Real Fábrica de Tapices. Pedís una Sevilla de procesiones de gloria; de carretas rocieras por Entrecárceles o la calle Castilla; de campanas de la Giralda que a las cinco en punto de la tarde convocan a los seises para su divino paseíllo, sombrero chambergo en mano, desde la reja del coro de los canónigos al presbiterio donde los pintó Gonzalo Bilbao. Y pedís sobre todo, azules jacarandas, una Sevilla soñada, idealizada por vuestra belleza, salvada de todo mal, de toda confusión, de toda degeneración, por ese color malva, como de largo atardecer del Aljarafe contemplado desde la barandilla del puente de Triana.

Perdonad si este año, hasta ahora, me olvidé de vosotras. Pero estabais tan bellas cuando por la avenida de María Luisa erais el azul techopalio para la alegría antigua de los palillos de unas flamencas camino de la Feria...