Paseaba la otra mañana por uno de estos
nuevos parques de Sevilla que apenas se conocen. Por el Parque Celestino Mutis,
que está, para que se orienten extramuros, entre Las Tres Mil y Alcampo. Y de
pronto vi todo el suelo de albero alfombrado de flores amarillas que el
vientecillo fresco hacía caer de los árboles. Nunca me había fijado en estos
árboles de las amarillas flores, a pesar de que me acuso, padre Hércules, de
haberle dado prestigio literario a las jacarandas frente a la intoxicación
lírica colectiva de azahar cuando apunta la primavera. ¿No hay intoxicaciones
etílicas? Pues también hay intoxicaciones líricas. Si hubiera un aparato de
medir lirismo como el de la alcoholemia de la Guardia Civil y les hiciéramos
soplar a los sevillanos tela de clásicos cuando cuelgan capirotes en la
Alcaicería y abren las flores de los naranjos, darían índices altísimos de
intoxicación lírica.
Así que paseando por el Parque Celestino
Mutis vi la maravilla del suelo alfombrado de flores amarillas, como para la
Majestad en Público de un pueblo. Y como confieso que de Botánica sólo me sé
las cuatro reglas sevillanas, no supe de qué árbol eran. Y como vi que estaban
allí dos jardineros arreglando arriates, fui y le pregunté a uno de ellos:
–Usted perdone, ¿cómo se llaman esos
árboles de los que caen estas flores amarillas?
– Jacarandas --me dijo.
A lo que el otro que estaba a su lado y
que parecía su jefe, le rectificó inmediatamente:
– Que no, chiquillo, que las jacarandas
son azules y ya han echado la flor.
Y dirigiéndose a mí, me precisó, con el
amor por las flores del jardinero de Triana en el Juan Ramón Jiménez de
"El trabajo gustoso":
– No, mire usted, éste no sabe: estos
árboles son Tipuanas, aunque los llaman también Palo Rosa.
Le di las gracias y se quedó riñiéndole
al otro:
– ¡Cuidado que confundir las tipuanas
con las jacarandas!
Pensé entonces que la tipuana no tiene
quien le escriba. Que en esta ciudad de los versos al azahar y de las prosas a
la jacaranda nadie hasta ahora le había dedicado ni un mal párrafo a la
tipuana, que nos viste Sevilla de amarillo para despedir a la primavera, para
anunciar Las Lágrimas de San Pedro y confirmarnos que el verano de noches de
balcones abiertos y platito de jazmines en la mesilla ya está aquí... Hasta que
ayer leí aquí en ABC el hermosísimo articulo de Javier Rubio, que había quizá
pensado lo mismo que yo y a la misma hora, por lo que me pisó este recuadro,
que tenía pensado plumear desde que os vi, olvidadas tipuanas del Parque Celestino
Mutis.
Dice Javier Rubio que es la tercera
nevada de la primavera, tras la nevada blanca del azahar y la nevada azulenca
de la jacaranda. ¿Estás seguro, Javier? Yo creo que es más bien lluvia. Una
lluvia de oro. Mira, Javier, si hubieras visto la otra tarde, yendo para un
"Rigoletto" que se ofrecía en memoria de Ángel Casal, cómo el fuerte
viento hacía caer chubascos intermitentes de amarillas flores de tipuana frente
a la Torre del Oro. Un chaparrón de amarillas flores de tipuana. Parecía que la
primavera le había arrancado escamas de oro al cupulín de dorados azulejos de
la torre y las mandaba como lluvia o como un maná de belleza. Todo el Paseo
Colón alfombrado de amarillo, con flores racheadas por el viento en oleajes del
atardecer. Parecía una petalada de barrio en honor de una Virgen. De la plata
del azahar y el topacio de la jacaranda al oro de la flor de la tipuana, que
parece un título de María Dolores Pradera, una canción tan delicada como ella.
La tipuana, Javier Rubio, ya tiene quien le escriba. Tú has sido como el
notario que has dado fe pública de que la primavera le ha dicho adiós a la
ciudad definitivamente. Con la amarilla flor de la tipuana. Que es un
endecasílabo.