martes, 14 de octubre de 2014

Proclamación del otoño



Ha llegado, Luis, desde el frescor de noria de tu finca, de Los Palacios, el canasto que ahora está sobre la mesa, con estos primeros cielos plomizos, color de la panza de una burra que cansinamente hiciera girar los cangilones, como una clepsidra del tiempo en el silencio de la marisma.

Es un humilde canasto de mimbre ribereña, canasto cortijero, de cuando en el campo no había ni plástico ni tractores, y los asientos para el almuerzo eran de corcha, y de nogal el dornillo para el gazpacho, y de un tocón de eucalipto y arpillera el tapón de la alberca, y de barro lebrijano el cántaro, con esa boca que era la miniatura del brocal de un pozo.

Vienen encima, las cuento, Luis, dando frescor y verdor, una, dos, hasta cuatro hojas de higuera, como taparrabos de nuestros primeros padres, que de entrar en el paraíso de Andalucía se trata, y nadie de él nos arroja con una espada de fuego, sino que nos invita a entrar a degustar esta lentitud de los dones de los dioses y del tiempo.

Y debajo de esas hojas de parra, las uvas de Los Palacios, que veo su color violácea y me parece que me has metido todos los colores del anochecer dentro del canasto, con tu orgullo andaluz. Cojo un racimo y casi al codo me llega, y cuando leo las letras, Luis, que me mandas en el breve billete, compruebo que es buena medida un codo para abarcar el gozo de nuestros campos septembrinos; son dos codos de tierra, dos racimos, de orondos que son, de voluminosos como cardenales de la Contrarreforma, los que caben en el breve paraíso del canasto que a mi casa has mandado, Luis, para proclamar el otoño.

Nunca tal había hecho, inaugurar con tanta Andalucía en unas uvas una estación del año. Sabemos, Luis, que en cuanto llegan las primeras torrijas estamos proclamando los gozos de la primavera; que el mosto nos anuncia el invierno; que las peras de San Juan, las blancas magnolias, las azules jacarandas, dan el bando del verano por las calles que han de ser solemnemente recorridas por la lenta procesión de la calor. Nadie, Luis, se goza de esta dorada luz del otoño que recoge el universo de todas y cada una las uvas que me mandas.

Y me dices, ay, que se están perdiendo estas cepas de Los Palacios cuyos diezmos y primicias envías, que has hecho Cilla del Cabildo la humildad de la cocina. Que las tome ímperialmente, a gajos, como un senador de la Bética que estuviera mirando los racimos con los ciegos ojos de una estatua de Itálica. Que las acompañe de un queso bien curado, con sabor a pueblo y a hogaza. Y que en el camino vayan con un oloroso dulce de Jerez.

Así se ha hecho, leyendo tus instrucciones para armar este modelo de otoño de la Bética. Así se ha hecho, Luis, con un queso de ovejas que las altas sierras recorrieron, y con un oloroso dulce criado en las botas de Fuente Rey. Y he de decirte que, remojadas como me has dicho con agua fresca, las uvas y el queso, por no desmentir el dicho, me han sabido a besos de días gloriosos en un poema de Horacio. Tú, jinete de la marisma, sabes que la uva, el aceite y los caballos de la Bética fueron los grandes lujos de los romanos. Lujo antiguo y honesto ha sido, Luis, este gozo de proclamar el otoño con unas uvas sobre las hojas secas de los plátanos de Indias, sobre los últimos jazmines, sobre las mañanas de autobuses escolares. Proclamando el otoño con unas uvas nos hemos afirmado en la fe de la belleza de nuestra tierra.
(Para que luego digan, Luis, que tenemos tan mala uva...)

miércoles, 1 de octubre de 2014

Memoria de la Plaza de España



De la Torre Norte, donde estaba el Gobierno Civil de Utrera Molina dando pisos a los arriados del Tamarguillo, a la Torre Sur, donde estaba la Comandancia de la Guardia Civil entre las barcas tripuladas por José Luis Perales con los remeros de la Universidad Laboral, hoy volverá a sonar en la remozada Plaza de España un viejo himno, que rescató el coro gaditano de Julio Pardo. Sonará el Himno de la Exposición Iberoamericana, que es como la banda sonora de la Plaza de España del cuadro de Santiago Martínez que está en el Salón del Almirante del Alcázar, en el que aparecen los Reyes Don Alfonso XIII y Doña Victoria Eugenia, más toda una galería de retratos de época, durante la inauguración de la que ahora nombramos como La Expo del 29.

Los sevillanos de entonces se sabían de memoria ese himno, con música del maestro Alonso y letra de los hermanos Alvarez Quintero. Era como un rubeniano himno solemne y grandioso, muy de «ínclitas razas ubérrimas», pero en zarzuelesco. Arrancaba con un saludo como operístico: «Salud, pueblos hermanos/del mundo juventud,/ salud, americanos,/salud, salud». Sí, el himno era como un «Bienvenido, Mister Marshall» de entreguerras, como las «Coplillas de las divisas» que escribieron Ochaíta, Valerio y Solano para Lolita Sevilla en la película de Berlanga. Entre el casi ridículo «salud, americanos, salud, salud» y el «americanos, os recibimos con alegría» hay tanto parecido que parecen primos hermanos. El himno sevillano luego se ponía más serio, y decía: «Acudid, hijos de españoles, a fundiros en un crisol». Y luego hablaba de las estrellas, y de los mares...

Aquel himno se lo sabían de memoria muchísimos sevillanos, que lo cantaban cada vez que lo tocaban en un acto de masas en la Exposición. Aquellos sevillanos se sabían cosas dificilísimas y rarísimas, con las que se emocionaban, como la letra enterita del «Miserere» de Eslava o el Himno de la Exposición. Yo tengo ese Himno en la grabación sacada de una placa de pizarra que me regaló Pablo Ferrand. Y recuerdo habérselo escuchado, con lágrimas de emoción por la juventud perdida, a mi padre. El Himno era el recuerdo de lo bien que se lo pasaron en la Exposición los sevillanos de 1929. Tan bien como se lo pasaron en La Cartuja con la Expo los sevillanos de 1992.


Hoy sonará ese Himno en la Plaza de España que lo vio nacer y que hoy renace. Hoy sonará la memoria de la propia Plaza. Que es la memoria de todos los sevillanos. Que levante la mano quien no tenga una foto de niño en la Plaza de España, llevado en el cochecito por su madre. O una foto en la calesita, como la que puso Javier Criado en su libro, la calesita del borriquito moruno que sin cochero daba solo la vuelta a la Plaza, como un reloj que daba las horas de la infancia feliz. Que levante la mano quien no tenga una foto de chaval, gamberreando en las barcas, en la estela de la gran «Enriqueta», la única de motor de la ría, que allí nos parecía por lo menos el «Titanic». ¿Cuántas parejas de novios de los pueblos se hicieron en la Plaza de España la foto del viaje de luna de miel que estaba en una casa que los nietos ya han desmontado en almoneda? ¿Cuántos niños dieron sus primeros pasos sobre aquella ladrillería? La memoria de la Plaza de España es la historia sentimental de los sevillanos. Si José Luis Perales quería ser otra vez remero de la Plaza de España, todos queremos ser otra vez niños, chavales, muchachos, novios, padres, abuelos de la Plaza de España.