En estas noches de calor os echo de
menos, viejos tranvías, amarillos tranvías de Sevilla, que fuisteis en una
pieza la Marbella y la Matalascañas de nuestra infancia... ¿Cuántas horas de
fresco no pasamos paseando de noche en el tranvía, echando fuera la calor de
Sevilla en el tranvía? Tranvías nocturnos de una Sevilla con pianillos, con
coches de caballos, con chaquetas blancas, con zapatos blancos y marrones, con
puestos de higos chumbos, con cines de verano en los barrios.
La casa estaba, desde el atardecer, con
los balcones abiertos. Las puertas de los cuartos estaban abiertas con la
ciencia infusa y exacta que producía la corriente de aire necesaria en el
comedor, la conveniente en el cuarto de la cama de matrimonio... Los esterones
de la fachada de más calor, las persianas de los balcones de la más umbría,
estaban recogidos. Ya se habían acallado los vencejos, desprendían toda la
calor del día las piedras de la Catedral. Enrique Vila ya había dado la crónica
de la corrida de San Fermín, quizá con aquella cornada tan grave de Rafael
Ortega. Y era que todavía no había llegado el día de la Virgen del Carmen y todavía no nos
podíamos ir a Rota a tomar los baños:
—¿Por qué no te llevas a los niños a dar
una vueltecita en el tranvía para que tomen el fresco?
Y allá que íbamos, apanarrados de la
calor, a tomar el fresco en el tranvía. Con mucha suerte conseguíamos que nos
dieran una horchata en Fillol o un helado al corte; naturalmente un helado al
corte para cada dos de nosotros, que los cortaban en un triángulo que mermaba
nuestra avaricia con aquel cuchillo romo, siempre chorreando de levantinos
olores de tutifrutis y turrón...
El tranvía paraba en el Coliseo España o
paraba en la Lonja, o paraba en Casa Guardiola. Igual que ahora el mundo se te
abre en el verano en el folleto de Mundicolor, antes la única aventura para
nuestras pobres infancias de trajes vueltos era la variedad de las tablillas de
los tranvías que podíamos coger para tomar el fresco. La tablilla blanca,
cruzada en aspa, del tranvía de los Hotelitos del Guadalquivir. La tablilla
roja con letras blancas del tranvía de la vuelta a la redonda, que entraba por
la Correduría y que salía por San Julián, pasando siempre, uy, que parecía que
no pasaba, junto a la esquina ladrillada de la iglesia de San Hermenegildo. La
tablilla blanca con las letras rojas del otro tranvía de la redonda, el 2, el
que daba la vuelta al revés y que paraba delante de la Casa Realito. O la
tablilla verde y marrón del tranvía del Cerro. O la tablilla blanca con letras
negras del 3, el de Eritaña.
El más fresco era el de los Hotelitos del
Guadalquivir. Se cogía en el Banco de España. Pasaba por Hernando Colón, por el
Triunfo, el Coliseo... En el Foso empezaba el fresquito, ya empezaban a
agitarse las lonas color albero de las cortinillas. Sonaba el tren siempre que
se llegaba al paso a nivel del río. Después se metía por detrás del Instituto
Murillo, como por una selva. Y aquello era ya el delirio. El tranvía sonaba
entonces como un tren, y todos nos hacíamos la ilusión de que ya había llegado
el día de la Virgen del Carmen y que ya íbamos para los baños. Seguía hacia el
Pabellón Vasco, o hacia Automovilismo, donde nos quedábamos ya dormidos, entre
el traqueteo y el fresco de la noche de Sevilla, abierta al río, donde sonaban
las lentas, largas, tristes sirenas de los barcos que levaban anclas
aprovechando la marea alta y pedían puente en la Corta...
¿Qué hora era cuando despertábamos en el
tranvía? Las bombillas de bayoneta nos parecían, con nuestro sueño, más pálidas
que nunca. Nos cogían en brazos para bajarnos del tranvía. Como siempre que
esperamos un gran gozo, el sueño nos había vencido en el disfrute de la vuelta del
tranvía... El tranvía era nuestra cuna de sueños e ilusiones en estas noches de
julio en que, como todavía no era la Virgen del Carmen, aún no podíamos ir a
tomar los baños...
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